17 diciembre, 2005

Sentido de eternidad

Los seres humanos vivimos en unas coordenadas de espacio y tiempo: somos de un barrio, vivimos en un país, nos desplazamos de un lado a otro, nos organizamos el tiempo, que a veces pasa demasiado deprisa y a veces demasiado despacio, tenemos recuerdos, hacemos planes. Pero en lo más hondo de nuestro ser tenemos la necesidad de escaparnos de los límites del espacio y del tiempo.
En aquello que es más propio del hombre, esto es, en nuestra capacidad de conocer y de amar, el espacio y el tiempo nos molestan: siempre hay más cosas para conocer y siempre podemos conocerlas mejor; nuestra capacidad de amar no se divide a partes iguales entre quienes amamos; queremos amar más y no dejamos de amar por que aquellos a quienes amemos estén lejos de nosotros.
La eternidad no es un tiempo largo, largo, que no se acaba nunca: esto sería inhumano. La eternidad es situarse fuera del tiempo, y esto en el fondo es algo a lo que todos los seres humanos aspiramos: todos tenemos un deseo de eternidad, de escaparnos de los límites que el tiempo nos impone. Las decisiones más importantes de nuestra vida las tomamos desde esa perspectiva de eternidad: “te querré siempre”, “no te olvidaré nunca”.
Sólo desde el “siempre” de la eternidad somos capaces de comprometer lo más profundo de nuestro ser. Nadie se enamora cuando le dicen: “te querré hasta que encuentre a otra” o “quiero compartir contigo unos cuantos años de mi vida hasta que me canse”. “Siempre”, “mi vida entera”: éstas son las palabras que comprometen y que enamoran.
Tan fuerte y propio del hombre es ese sentido de eternidad que, cuando no lo buscamos directamente, acabamos por inventarnos sucedáneos. “Vivir el momento” (carpe diem) es un sucedáneo de la eternidad. El momento es también una forma de escaparse del tiempo: es y ya fue. Cuando una sociedad pierde la dimensión espiritual y, por tanto, se hace incapaz de entender el sentido de la eternidad, la única forma que tiene de escaparse del tiempo es disfrutar del momento. Pero no es lo mismo.
Si entendemos la vida como un sucederse infinito de momentos que hay que disfrutar, la vida se convierte en una carga difícil de llevar, porque los seres humanos no estamos preparados para disfrutar de cada momento como si fuese el único. Nos cansamos. Viene la frustración de no poder aguantar el ritmo. Y acabamos refugiándonos en estados psicológicos que reducen nuestra actividad vital y nos liberan de las cosas de este mundo. Otros sucedáneos de la eternidad. Sin la eternidad, los momentos se acaban y tras el disfrute viene el dolor; desde la eternidad incluso aquellas situaciones que puedan ser dolorosas encuentran su sentido: no desaparece el dolor, pero no nos domina.
En el carpe diem se pierde el sentido del compromiso. Los compromisos duran lo que dura el momento. Nada de lo que hicimos ayer nos obliga respecto a lo que hacemos hoy o haremos mañana. Para quien vive el momento, la libertad es ausencia de compromisos: soy libre porque no tengo ataduras. Desde la eternidad, soy más libre cuanto más fiel soy a los compromisos que libremente adquirí. Mis compromisos no me atan sino que me hacen más auténtico.
Vivir el momento nos lleva al afán desmesurado por consumir. El consumismo es otro sucedáneo de la eternidad. Cuando lo que cuenta es el momento, no hay tiempo que perder, no hay experiencia que dejar pasar: hay que tenerlo todo y ya. Incluso nos inventamos formas de pago para poder disfrutar de cosas que todavía no hemos pagado, o lo que es peor, empezar a pagarlas cuando ya hemos dejado de disfrutarlas, lo cual no deja de ser también doloroso. Situarse fuera del tiempo, en cambio, supone disfrutar de lo que tenemos, sin estar sujetos a ello, prescindir de lo superfluo, contentarse con poco.
Pensémoslo en estos días de compras y reuniones familiares. Disfrutemos de esos momentos, pero no nos olvidemos del sentido de eternidad que está en el origen de estas fiestas: el nacimiento de Aquel que nos dijo que, a pesar de todo, nos querría… para siempre.
Publicado en ABC Catalunya, 14 de diciembre de 2005

23 noviembre, 2005

Los unos y los otros

En esta vida todos estamos obligados a elegir entre alternativas y, por tanto, a discriminar. El empresario que quiere contratar a alguien discrimina entre los candidatos. Los que nos dedicamos a la enseñanza cuando tenemos que poner notas discriminamos entre nuestros alumnos. Y, por supuesto, todos discriminamos cuando vamos de compras y optamos por un producto en vez de otro. Lo que se espera es que los criterios que usemos sean justos, que no actuemos con arbitrariedad según nos vaya en el asunto.
Por poner un ejemplo lejano. El Presidente de los Estados Unidos ha propuesto a un candidato conservador para ocupar un puesto vacante en el Tribunal Supremo. Los miembros del Partido Demócrata dicen que no se puede permitir que se rompa el equilibrio en la composición del Tribunal. ¿Un presidente demócrata no hubiese puesto a alguien de su cuerda? Pues entonces, de qué se quejan. Además históricamente puede comprobarse que cuando un juez ha cambiado de bando siempre ha sido algún juez supuestamente conservador nombrado por un Presidente republicano. No hay un solo caso de un juez liberal nombrado por un Presidente demócrata que después haya cambiado. Así que puestos a comparar parece que los liberales son mucho menos flexibles que los conservadores (y me refiero a los jueces del Tribunal Supremo, que conste).
El principio de imparcialidad supone juzgar dos situaciones similares con los mismos criterios, sin tener en cuenta las preferencias personales. En caso contrario nos movemos en la arbitrariedad, que supone cambiar de criterio según nos interese. Ejemplos más cercanos también los hay, claro.
No perderé el tiempo refiriéndome a la disparidad de cálculos cuando hay una manifestación, porque resulta bastante cómico. Pero es menos cómico ver que cuando unos salen a la calle se les ataca por querer imponer sus ideas y mantener sus privilegios y cuando salen a la calle otros es la expresión de un pueblo que está vivo y no se doblega. Mire no, aquí o todos somos unos privilegiados o todos estamos vivos.
Otro ejemplo. Cuando uno pide un crédito de seis mil euros, en cuanto se descuide le embargan hasta la camisa; pero si uno debe seis millones, con un poco de suerte incluso le perdonan los intereses. A ver, hablemos. Aquí, o nos descamisan a todos o nos liamos todos la manta a la cabeza.
Y otro. Los unos tienen que pasarse la vida pidiendo perdón, mientras los otros parece que no han roto nunca un plato. Pues mire, no. Aquí o pedimos perdón todos o todos vamos de ofendidos. Mejor aún: ¿Por qué no pasamos página y dejamos de revolver en el pasado?, que bastantes problemas tenemos con el presente.
Y el último. Cuando alguien en un medio de comunicación profiere palabras salidas de tono a los que no son de su cuerda todos se rasgan las vestiduras y amenazan con cierres. En cambio cuando desde otros medios injurian o hacen burla de instituciones sociales y creencias que no comparten dicen que eso es libertad de expresión y que quien se enfada es un exagerado. Pues no. Aquí, o insultamos todos o todos hablamos libremente.
Podríamos seguir, porque lamentablemente la falta de coherencia al abordar algunas de las cuestiones más actuales de nuestros días está bastante arraigada. El problema es que la falta de coherencia casi siempre se traduce en una desorientación de quienes la observan, y a continuación en un desinterés: “¡A mí que no me mareen!” Y así nos va.
Y una posdata. Los hijos de la luz tienen la extraña costumbre de arrojarse basura encima de sus propias cabezas mientras los hijos de las tinieblas se revuelcan de gusto, porque siempre les ha parecido que eso de ver primero la viga en el ojo propio es una estrategia de perdedores. Hay que ser sencillos como palomas, sí, pero hay que ser también astutos como serpientes. Vamos, que la autocrítica es buena, pero, ojo, que por ahí fuera reparten a gusto y no se andan con complejos. No he visto que ningún autocrítico haya dicho que el respeto es cosa de todos.
Publicado en ABC Catalunya, 23 de noviembre de 2005

04 noviembre, 2005

¡Menudo circo!

Los animales actúan siempre como reacción a un estímulo externo; en cambio, los seres humanos tenemos la capacidad de tomar la iniciativa. Los animales sienten hambre, matan y comen; nosotros sentimos hambre, pero podemos abstenernos de comer o, por el contrario, podemos comer aunque no tengamos hambre. Los animales ven fuego y huyen; nosotros hacemos fuego y sabemos apagarlo. Esto es así porque somos capaces de poner distancia con las cosas que nos rodean, lo cual significa que en vez de reaccionar instintivamente nos tomamos un tiempo para analizarlas, comprenderlas, explicar por qué suceden y actuar desde las causas de los problemas.
También es verdad que a veces somos más animales que racionales y, como ellos, nos contentamos con reaccionar ante las circunstancias, vamos capeando el temporal, saliendo como podemos, regateando en corto y poniendo parches, sin tomarnos las cosas en serio, sin ir a la raíz de los problemas y poner un poco de racionalidad en nuestras acciones.
Tengo la sensación de asistir últimamente a muchos episodios de parcheo. Prometo que aprobaré el Estatut tal como me llegue y, como llega como llega, me toca inventarme ocho modos distintos de decir lo mismo sin decir lo mismo, o tengo que llamar a unos amiguetes para que redacten un informe que justifique que no puedo cumplir lo que prometí. Quiero cambiar a medio gobierno, pero como los socios se me enfadan monto unas comisiones para no tenerles que ver y que trabajen ellos. Me pillan con un pariente franquista y me invento una demostración patriótica –por cierto, como las que se hacían en el Bernabeu hace unos cuantos años- para que quede claro que a nacionalista no me gana nadie.
Con este modo de actuar estamos convirtiendo el arte de gobernar, que en la Grecia clásica era considerado el saber más noble, en un despropósito continuo. Cuando no hay principios de actuación definidos ni existe el compromiso de cumplirlos, la acción humana se convierte en un sucederse de actuaciones oportunistas. Quien tiene responsabilidad de gobierno no sólo es responsable de los efectos de sus acciones, sino también de los principios que las animan. Cuando estos principios justifican el “todo vale”, el gobernante en vez de encarnar la imagen del capitán de navío que lleva a su embarcación a buen puerto se asemeja más al malabarista de circo que tiene unos cuantos platos dando vueltas en el aire y corre de un lado a otro para que no se le caiga ninguno.
Hace unos días leía unas palabras de un ideólogo estalinista: “Por amor al partido, uno debe estar dispuesto a cambiar de opinión en veinticuatro horas y sostener con la misma convicción que lo que es blanco es negro”. Claramente los extremos se tocan. El relativismo y el radicalismo ideológico coinciden en su desprecio por la realidad: los unos, porque el único criterio que les queda es el pragmatismo malo de reducir la verdad de las cosas a sus efectos; los otros, porque todo lo explican en función de la estrategia para llegar al objetivo último. Ni unos ni otros tienen principios, y sin principios todos los medios quedan justificados. La política se disuelve en retórica: el arte de justificar cualquier cosa y su contrario. Y si encima tienes suerte y sale niña, pues miel sobre hojuelas.
La lógica del oportunismo lleva a una espiral sin fin, del estilo “y tú más” o “pues yo también”, más propia de patio de colegio que de una tribuna pública. ¿Que sacas una pancarta? Pues yo me pongo una camiseta. ¿Que me boicoteas? Pues yo también. ¿Que pones una bandera? Pues yo más grande. No se extrañen los gobernantes que entre la ciudadanía cunda la desorientación y el desencanto, porque para ver circo, voy al circo, pero no pongo el telediario.
Y mira que los temas a debatir son importantes e intelectualmente desafiantes. Es una pena que nos priven de ese debate y en cambio lo solucionen a base de broncas, amenazas y desplantes. No sé a ustedes, pero a mí me dan unas ganas de decirles: “¿Se puede saber qué estáis haciendo?”.
Publicado en ABC Catalunya, 2 de noviembre de 2005

12 octubre, 2005

El "seny" y la "rauxa"

Toda organización humana se define como una comunidad de personas que trabajan juntas para alcanzar un objetivo común. Por ejemplo, una empresa es una organización que tiene como fin la producción y distribución eficiente de bienes y servicios realmente útiles para la sociedad en un entorno de trabajo que favorece el desarrollo personal y profesional de quienes la forman. Lo siento, pero no sé decirlo con menos palabras.

El proyecto que busca alcanzar la organización debe ser suficientemente amplio como para suscitar el entusiasmo y el compromiso de sus miembros. Por ejemplo, si reducimos el fin de la empresa a maximizar el valor del accionista no podemos esperar que los demás miembros se entusiasmen con esa idea. El accionista podrá tener como interés conseguir una rentabilidad a su inversión -y eso puede ser aceptable- pero una cosa es el interés de una de las partes y otra el objetivo que como conjunto nos proponemos.

No podemos esperar –ni es bueno que así sea- que todos formemos parte de una organización movidos por el mismo interés. Recordarán cuando estaba de moda hablar de alinear los intereses de los directivos con los de los accionistas, y las crisis empresariales que se produjeron con tal política. Es muy lícito y muy sano que cada uno tenga sus intereses, siempre que no vayan en contra del objetivo común que nos hemos marcado. Lo que nos une no es tener un mismo interés, sino participar –cada uno con sus motivos- en un proyecto común. Y cuando uno no comparte ese objetivo, lo propio es que cambie de organización, o que intente, de una forma constructiva, redefinir el fin para el que el grupo estaba trabajando.

Nuestras historias, la de cada uno y la de las organizaciones humanas de las que formamos parte, tienen una dimensión temporal: un pasado, un presente y un futuro. El presente es la ocasión que se nos brinda para acercarnos a ese fin que buscamos. El pasado son las experiencias anteriores, que no determinan nuestra acción pero marcan una trayectoria. El futuro es el proyecto alcanzable. Los seres humanos estamos abiertos al futuro, porque no vivimos del pasado, sino de proyectos. Los argumentos que miran al pasado tienen siempre un toque de romanticismo, de melancolía, cuando no de rencor y de agravios. Sólo mirando al futuro cabe la esperanza, la ilusión, la frescura de lo nuevo.

Digo esto porque oyendo hablar estos días del Estatut me parece que se ha acudido (desde todos los frentes) a muchos argumentos del pasado y pocos del futuro, y así es difícil que nos pongamos de acuerdo. Por cierto, me preocupa que el debate se haya centrado casi en exclusiva en cuestiones económicas, y se hayan aparcado otras cuestiones que claramente inciden en el futuro de nuestro país. Personalmente, algunas de estas cuestiones (el sesgo ideológico en muchos de sus artículos, el modelo educativo, el intervencionismo de lo público) me resultan muy poco “engrescadoras” y se me hace muy difícil sentirme interpelado por ese proyecto de país que el Estatut dibuja.

Un amigo mío –murió hace casi dos siglos, pero los filósofos tenemos esa clase de amigos- proponía el “principio de conservadurismo” que viene a decir: no abandones precipitadamente una regla de conducta que has seguido durante años ante la primera sombra de duda. El inmovilismo respecto a las reglas dictadas por los hombres no es bueno, pero tampoco lo es ponerse a cambiar las cosas sin ton ni son. Encontrar un término medio entre ambos extremos no es fácil, y requiere un fino y equilibrado sentido de la prudencia. Me temo que el fragor del combate político y la prebenda del coche oficial no ayudan demasiado a desarrollar esa virtud, que, por otra parte, es la propia de quienes tienen responsabilidades de gobierno.

Otro amigo, maestro y colega, solía decir que los catalanes tenemos nuestra válvula de escape en el fútbol: ahí nos olvidamos del seny y nos dejamos llevar por la rauxa. A veces me da la impresión de que hemos convertido Catalunya en un gran partido de fútbol.

(Publicado en ABC Catalunya, 12 de octubre de 2005)

26 septiembre, 2005

¿Una educación de izquierdas?

Hablaba antes del verano con un amigo sobre la educación. Me decía que había algo que no entendía: si la gran mayoría de los padres quieren llevar a sus hijos a colegios de iniciativa privada, si allí hay menos problemas de orden y de convivencia, si son económicamente más eficientes, si se da una educación igual o superior que en las escuelas públicas, ¿por qué el gobierno se empeña en atacarlos? La respuesta me parecía clara: por ideología.

Digámoslo claro: todos sabemos que la educación es importante. Lo sabían ya los filósofos y los sofistas griegos, lo sabían los que crearon las primeras universidades en la Edad Media, lo sabía el pensamiento liberal, y lo acabaron sabiendo los marxistas cuando se dieron cuenta que el motor de la revolución social no era la economía, sino el control de la cultura.

Lo de la neutralidad de la educación no se lo cree nadie. Si sólo fuese transmitir información, nadie se preocuparía por ella. A través de la educación se transmiten unos valores y una concepción de la vida que influirá en la conducta de las personas en el futuro. Influir en la educación supone un impacto a largo plazo en la sociedad. Pensemos en el desmadre moral de la sociedad actual y si no tendrá algo que ver que quienes están entre los veinte y treinta años se educaron con la reforma educativa del primer gobierno socialista.

En lo que unos y otros difieren es en el modo de dar respuesta a este interés por la educación. La postura liberal dice: “puesto que es importante, dejemos que cada uno decida qué educación quiere que reciban sus hijos”. En cambio, la postura socialista dice: “como es importante, que el Estado decida qué educación se da”. Cuando se pretende que el Estado inculque la misma formación a todo el mundo, a esto se llama adoctrinamiento; y a quienes lo promueven, doctrinarios. La postura liberal puede llegar a ser mala si no se asegura que todo el mundo reciba un cierto nivel de educación; pero la postura socialista es siempre mala, porque ataca la libertad de las personas. ¿Es esa la “educación para la ciudadanía” que nos proponen?

Hace unos días me contaban la situación en una ciudad cercana a Barcelona. Una familia que ha vivido toda la vida en esa ciudad quiso matricular a su hija en el centro de educación primaria donde había estudiado la madre, y que en la actualidad es un centro concertado. Les dijeron que había una lista de espera de treinta y pico familias, que el Departament d’Educació no había contestado a su solicitud de ampliar el ratio de alumnos para acoger a toda la demanda que tenían, y que en cambio sí les habían obligado a reservar un número de plazas para inmigrantes. Después de recorrer varios centros y encontrarse con el mismo panorama, acabaron en un centro público de nueva creación, junto con otras cincuenta familias, la mayoría de ellas en su misma situación. Su hija iba a estudiar en barracones (porque, aunque el Govern prometió acabar con ellos, hoy hay más barracones que hace dos años), la programación del curso no estaba preparada y además les tocaría pagar el comedor y otros extras, porque con las prisas no se había podido destinar los recursos necesarios para el funcionamiento del centro.

Esta es la política educativa del Departament d’Educació: negar a las familias su derecho a la educación de los hijos, ahogar la iniciativa privada, y a cambio imponer un único modelo educativo, ofrecer improvisación, provisionalidad y caos, y ni siquiera respetar la gratuidad de la enseñanza.

La familia fue la batalla del curso pasado y todo parece indicar que la educación lo será del curso que empezamos. Ya es triste que temas tan fundamentales como estos se conviertan en objeto de batalla política, y dice mucho del verdadero talante de quienes nos gobiernan. Ahora que Zapatero nos ha aclarado que dejar de fumar es de izquierdas, uno se pregunta si también será de izquierdas negar los derechos de las personas e imponer la propia ideología. En todo caso quienes creemos en la libertad tendremos que estar activos.

(Publicado en ABC Catalunya, 21 de septiembre de 2005)

01 septiembre, 2005

Historia de dos ciudades

Regreso de unos días de vacaciones en Nueva York. En el avión me ofrecen la prensa nacional. Me vuelvo a encontrar con los problemas locales: la degradación del casco histórico, la violencia en la calle, la suciedad de la ciudad... Surge inevitablemente la comparación.

Aquello de preferir uno correr el riesgo de que le asesinen en el metro de Nueva York que vivir en Moscú, que pronunciara hace unos años un conocido político del país, es ya historia. Hoy Nueva York es una ciudad segura, limpia, llena de turistas, recuperada del cataclismo del atentado de las Torres Gemelas, hará cuatro años dentro de unos días. El setenta por ciento de las entradas de los teatros de Broadway es adquirido por turistas que visitan la ciudad. Las calles, tiendas, museos están a rebosar. La ciudad está limpia. El metro es seguro. Uno puede incluso aventurarse a pasear por Harlem.. Los locales te ponen como ejemplo que Bill Clinton ha instalado su despacho en el barrio. Los taxis amarillos que conocemos por las películas existen en realidad, pero con una plantilla renovada al completo.

Aquí en Barcelona parece que llevamos una dinámica decadente imparable. Nos cuentan que el plan estratégico de la ciudad contempla aprovechar sus ventajas naturales, su clima, su posición geográfica, para atraer turismo, empresas de servicios y actividades económicas que giren en torno a la gestión del conocimiento, la creatividad, el diseño; convertirla en un centro de conexión del Mediterráneo. Todo esto está muy bien, pero difícilmente se conseguirá si no se cuidan estos aspectos básicos para mejorar la calidad de vida que todos estos objetivos requieren. Puro sentido común.

Me cuentan unos conocidos que en pleno mes de julio, después de un paseo nocturno por la zona del Port Olímpic, tuvieron que esperar más de tres horas para conseguir un taxi. El único aliciente de la espera fue el esperpéntico espectáculo de ver como un grupo de jovencitas británicas disfrazadas de conejitos del Playboy que habían venido a una despedida de soltera pasaba en esas tres horas de la euforia de la fiesta a la más ridícula de las descomposturas. Y uno, que nació en la Costa Brava, se acuerda de los desafortunados comentarios de la consellera Tura el pasado verano sobre el turismo de borrachera. No creo que el plan estratégico de la ciudad pase por convertirla en lugar de atracción de desmanes colectivos, ya sea a través de viajes organizados a bajo coste ya sea para grupos con fama de alto poder adquisitivo.

Tampoco creo que pase por la suciedad notoria de la ciudad, que no se reduce ni mucho menos a la Ciutat Vella. Si uno pasea por la zona alta tiene que ir esquivando los excrementos de perro, que denotan de forma más que evidente lo bien alimentados que están y la falta de conciencia cívica de sus propietarios. Ni que haya zonas de la ciudad donde la gente no se atreva a circular por la sensación de inseguridad o para evitar cruzarse con señoras que ofrecen públicamente sus servicios.

¿De qué sirve que la ciudad tenga unas buenas condiciones naturales, si después no se saben gestionar? Una conclusión que va tomando fuerza es que necesitamos un cambio en el gobierno de la ciudad, pero mientras éste llega hay que pedirle al tripartito local que tome medidas concretas, porque una ciudad no se gobierna con proyectos megalómanos ni con bandos libertarios, sino con decisiones eficientes en el día a día.

Después de la inevitable escala en Madrid, llegamos finalmente a Barcelona. Diez minutos de espera dentro del avión porque no han llegado las escalerillas. En la zona de recogida de maletas un señor encuentra en un carrito unos pañales usados. Media hora de cola para conseguir un taxi. El taxista se pasa la mitad del viaje hablando por el walkie-talkie con un compinche sobre no sé qué historias con la parienta. Y uno se consuela tarareando aquello de "I want to wake up in that city that never sleeps. New York, New York".

(Publicado en ABC Catalunya, 31 agosto 2005)

12 agosto, 2005

Demasiadas cosas

Sucedió hace unos días en un aparcamiento al ir a pagar. Delante de un cajero automático había un grupo de gente increpando –alguno con bastantes malos modales, por cierto- a uno de los empleados del parking. Según parecía, las dos máquinas estaban estropeadas y no había forma de salir de allí. Pero el problema no era sólo que las máquinas no funcionasen, sino otro implícito que todos compartíamos: a todos se nos hacía tarde.

Habíamos aprovechado la hora de la comida para salir a hacer alguna gestión, habíamos calculado perfectamente bien las cosas para llegar a nuestros respectivos trabajos justo a tiempo, y ahora, por culpa de una máquina a la que se le había ocurrido estropearse precisamente en ese momento –como si no hubiese horas en el día para hacerlo- y de un empleado que se entretenía en arreglar la máquina en vez de dejarnos salir, todos nuestros planes iban a volar por los aires. Una escena que fácilmente ilustra el ritmo de vida que llevamos.

En los sistemas de gestión de colas se habla de la densidad, que es la relación entre la capacidad teórica del sistema y la capacidad realmente ocupada. Se conoce como la “ro”, por la letra “r” del alfabeto griego (al paso que vamos, dentro de poco las humanidades sólo servirán para las fórmulas matemáticas). Pues bien, la “ro” puede tener un valor que va de “0”, cuando el sistema está vacío, a “1”, cuando el sistema está en plena ocupación. Dicen los expertos que los sistemas empiezan a generar problemas cuando la densidad se acerca a 1. Piensen, por ejemplo, en lo que sucede en una autopista cuando hay tráfico denso. De pronto los coches se paran, nos preguntamos qué habrá pasado, circulamos despacio hasta que al cabo de un rato, sin ninguna explicación, empezamos a acelerar y volvemos a recuperar la velocidad. ¿No había pasado nada? Sí, ¡que la “ro” tendía a 1!

Algo así ocurre también con nuestra vida y nuestras agendas. Las apretamos al máximo, en parte porque hay muchas cosas que hacer; en parte porque confiamos en nuestra propia eficiencia y en la ayuda de las tecnologías, que acortan los tiempos; y en parte porque no tenemos en cuenta que entre una actividad y otra hay tiempos muertos. Pero nos olvidamos del pequeño detalle de que las cosas nunca salen como querríamos. Así que cuando sucede un imprevisto que lleva al traste todos nuestros planes nos provoca comportamientos extraños: se estropea el cajero automático y la emprendemos con un señor que intenta hacer lo mejor posible su trabajo; no nos contestan al móvil y refunfuñamos que cómo es posible que la gente no responda a las llamadas; suben la sensibilidad de los detectores de metales y nos quedamos en calzoncillos.

Alguna válvula de escape hemos de tener, porque si no, explotamos. Por eso estamos todos esperando el fin de semana o, ahora, las vacaciones. Estamos esperándolas para “no hacer nada”, como si pasarnos dos días sin hacer nada sirviese de contrapartida a los cinco días de estrés que hemos conseguido superar a trancas y barrancas. Pero también en eso nos equivocamos: porque eso de las medias les va muy bien a los economistas, pero para la vida diaria no sirve. Vamos, que cuando se habla de la renta per capita, ya se sabe que unos tienen la renta y otros la capita, y que cinco días de presión y dos de caos no hacen en media una semana llevadera y reconfortante. El no hacer nada también cansa.

La solución –dicen los expertos en colas- es dejar una holgura, digamos, de un 20% en nuestro tiempo. Aprovechemos estas vacaciones no para no hacer nada, sino para organizar nuestros días dejando un espacio para lo inesperado –y para los demás-, y propongámonos mantener este buen hábito cuando volvamos al trabajo. Entre otras cosas, porque da la impresión de que se nos avecina un curso frenético, complicado, peleón y de reacciones rápidas. Más vale que nos pille entrenados.

(Publicado en ABC Catalunya, 10 agosto 2005)

22 julio, 2005

El déficit moral

Se nos dice a menudo que vivimos en un exceso de moralidad, que hay demasiados principios que dicen lo que está bien y lo que está mal. Se dice que este exceso ahoga a la sociedad y la vuelve intolerante. No se lo crean. Es todo lo contrario. El problema de una sociedad no es el exceso de principios morales sino la falta de ellos. No hay nada más intolerante que el relativismo.

Para empezar, la distinción no está entre tener principios o no tenerlos. Todos actuamos según unos principios, aunque para algunos el único principio que existe es que “no hay principios”, que “todo vale”. La distinción es entre aceptar que estos principios vienen dados y no dependen de nosotros –como no depende de nosotros la ley de la gravedad- o, por el contrario, pensar que los principios los decidimos o cambiamos a nuestro antojo, según cada momento y necesidad.

¿Por qué parece triunfar la postura de que los principios éticos los decide cada uno? Un profesor mío distinguía entre los “auténticos sinvergüenzas” y los “sinvergüenzas auténticos”. Lope de Vega fue un sinvergüenza auténtico: durante su vida pudo tener sus momentos de asueto, pero sabía reconocer cuando había hecho algo mal. Enrique VIII, para salirse con la suya, decidió cambiar todo el orden moral de su sociedad. Fue un auténtico sinvergüenza. El auténtico sinvergüenza cambia los principios morales para justificar su conducta; el sinvergüenza auténtico reconoce que a veces actúa en contra de algún principio moral, pero no se cree en el derecho de cambiarlo. Siempre es más fácil adaptar los principios morales a las propias debilidades que aceptar que uno ha hecho las cosas mal. Los auténticos sinvergüenzas hacen más ruido que los sinvergüenzas que, al menos, luchamos por ser auténticos.

Cuando se cree que hay unos principios morales que no dependen de uno, la convivencia social se convierte en una búsqueda conjunta de una verdad que nadie posee por completo. Como decía el poeta: “¿Tú verdad? No, la Verdad, y ven conmigo a buscarla. La tuya, guárdatela”. Cuando el único principio que se acepta es el “todo vale” al final unos acaban imponiendo su verdad sobre los demás. En un tono menos poético sería aquello de “¿Se puede saber por qué estamos discutiendo, cuando podríamos arreglarlo a tortas?”.

Esta es la alternativa: o se sigue la fuerza de la razón o se impone la razón de la fuerza. Si no hay razón que sustente los principios morales, la única forma de dilucidar qué principios seguimos es mediante el uso de la fuerza, de una forma explícita, autoritariamente, o de una forma más sibilina, el uso de las mayorías o la manipulación de la opinión pública. O se dialoga o se impone el propio criterio. Y ojo, que el talante no se demuestra con frases cursis y eslóganes vacíos, sino con los hechos.

En un interesante libro de una profesora de Harvard sobre la génesis de la Declaración de los derechos humanos de Naciones Unidas se recoge la opinión de una de los líderes estudiantiles de Tiananmen a favor de la Declaración. “Oiga –viene a decir-, la Declaración no les interesa a los poderosos sino a los débiles. Los poderosos no necesitan de ninguna declaración: tienen poder para hacer lo que quieran. La declaración nos interesa a los que no tenemos nada; lo único que tenemos es un trozo de papel donde se nos dice que hay unos principios que nos afectan a todos –ricos o pobres, fuertes o débiles, de derechas o de izquierdas- y que todos nos comprometemos a vivirlos. No nos quiten lo único que tenemos para protegernos, porque si no, nos dejan a merced del dictadorzuelo de turno”.

No. El problema no es el exceso de moralidad, sino la falta de ella. Porque sin principios morales, el que tiene el poder acaba diciendo: “ya que todo da igual, como yo mando, vamos a hacer lo que yo quiera”. Y eso sí que es intolerancia. ¡Mira que si el problema es que se han hecho con el poder los auténticos sinvergüenzas!

(Publicado en ABC Catalunya, 20 julio 2005)

01 julio, 2005

Una última oportunidad

Previsiblemente mañana el Congreso aprobará la reforma del Código Civil, después del veto en el Senado la pasada semana. Como “mientras hay vida, hay esperanza” no está de más volver sobre el tema para ver si a fuerza de insistir conseguimos mover alguna conciencia.

No puede decirse que haya leyes sólo para algunos, sino que la ley nos afecta a todos. Por tanto el gobernante tiene obligación de pensar en cómo una ley afecta al conjunto de la sociedad y no solo a aquel grupo al que directamente se orienta. Es como si se dijese que al regular en materia impositiva, el gobernante sólo debe pensar en los que pagan impuestos, cuando precisamente lo que ocurre es más bien al revés: se establecen las cargas impositivas pensando en las necesidades de todos, también de aquellos que no pagan impuestos. Del mismo modo no es apropiado decir que como la reforma del Código Civil sólo se refiere a las parejas homosexuales sólo hay que pensar en ellas, sino que hay que pensar en qué efectos supone para el conjunto de la sociedad.

Un amigo mío suele decir que siempre que se hace una lista de cosas buenas, al lado hay que poner otra de cosas malas. Cuando sólo se hace una de las dos es que se ha pensado poco o que el juicio está deliberadamente sesgado. Lo que he visto en todo este tiempo es que los partidarios de la reforma sólo hacen una de las dos listas.

Corresponde al gobernante decidir si a una determinada reivindicación se le da apoyo legal o no. En una sociedad no se pueden aceptar todas las reivindicaciones, entre otras cosas porque habrá reivindicaciones que sean contradictorias entre sí, y por tanto si se acepta una no se podrá aceptar su contraria. Si es así, es muy importante que el gobernante tenga muy claros los criterios por los que discrimina entre reivindicaciones. Por ejemplo, se puede llegar a la conclusión de que fumar es perjudicial, no sólo para los fumadores sino también para los fumadores pasivos, y por tanto el gobernante decide limitar a los fumadores su “derecho” a fumar: “usted en su casa fume cuánto quiera, pero en los lugares públicos se lo prohibimos”. “Oiga, usted dentro del armario acuéstese con quien quiera, pero si usted sale del armario, no por el hecho de convertir en pública su conducta la sociedad está obligada a regularla”, sino que es entonces cuando la sociedad debe preguntarse si esta conducta es buena o no para lo sociedad, y llegado el caso –y que nadie se escandalice- limitar o al menos no regular tales conductas. Las opiniones a favor se han movido más en la línea de la emotividad, mientras que en el otro lado se han dado una serie de argumentos antropológicos, culturales, sociales y políticos muy claros y contundentes.

Cuando se legisla se hace pensando no en personas concretas sino en pautas generales. Cuando se limita, por ejemplo, la velocidad en la carretera no se toma como referencia las habilidades de un corredor de Fórmula 1 sino las del común de los mortales. La oposición a esta reforma no es en contra de personas concretas o de casos ejemplares, sino de equiparar un determinado comportamiento muy minoritario a una tradición secular ampliamente aceptada.

En democracia los procedimientos también son importantes. Cuando el actual gobierno llegó al poder, una de sus primeras medidas fue paralizar la ley de calidad de la educación con el argumento de que había sido una ley aprobada sin consenso y con una amplia oposición. Ahora, en cambio, se quiere llevar adelante esta reforma que no ha sido debatida, que ha generado una amplísima oposición y que cuenta con varios dictámenes en contra.

Lo mejor que podría pasar mañana es que el Congreso parase la aprobación y se tomase el tiempo necesario para un debate racional y no sólo emocional, tratando de ir más allá de las reivindicaciones y pensando en las consecuencias para la sociedad. Pero quizás sea pedir demasiado.

(Publicado en ABC Catalunya, 29 junio 2005)