12 agosto, 2005

Demasiadas cosas

Sucedió hace unos días en un aparcamiento al ir a pagar. Delante de un cajero automático había un grupo de gente increpando –alguno con bastantes malos modales, por cierto- a uno de los empleados del parking. Según parecía, las dos máquinas estaban estropeadas y no había forma de salir de allí. Pero el problema no era sólo que las máquinas no funcionasen, sino otro implícito que todos compartíamos: a todos se nos hacía tarde.

Habíamos aprovechado la hora de la comida para salir a hacer alguna gestión, habíamos calculado perfectamente bien las cosas para llegar a nuestros respectivos trabajos justo a tiempo, y ahora, por culpa de una máquina a la que se le había ocurrido estropearse precisamente en ese momento –como si no hubiese horas en el día para hacerlo- y de un empleado que se entretenía en arreglar la máquina en vez de dejarnos salir, todos nuestros planes iban a volar por los aires. Una escena que fácilmente ilustra el ritmo de vida que llevamos.

En los sistemas de gestión de colas se habla de la densidad, que es la relación entre la capacidad teórica del sistema y la capacidad realmente ocupada. Se conoce como la “ro”, por la letra “r” del alfabeto griego (al paso que vamos, dentro de poco las humanidades sólo servirán para las fórmulas matemáticas). Pues bien, la “ro” puede tener un valor que va de “0”, cuando el sistema está vacío, a “1”, cuando el sistema está en plena ocupación. Dicen los expertos que los sistemas empiezan a generar problemas cuando la densidad se acerca a 1. Piensen, por ejemplo, en lo que sucede en una autopista cuando hay tráfico denso. De pronto los coches se paran, nos preguntamos qué habrá pasado, circulamos despacio hasta que al cabo de un rato, sin ninguna explicación, empezamos a acelerar y volvemos a recuperar la velocidad. ¿No había pasado nada? Sí, ¡que la “ro” tendía a 1!

Algo así ocurre también con nuestra vida y nuestras agendas. Las apretamos al máximo, en parte porque hay muchas cosas que hacer; en parte porque confiamos en nuestra propia eficiencia y en la ayuda de las tecnologías, que acortan los tiempos; y en parte porque no tenemos en cuenta que entre una actividad y otra hay tiempos muertos. Pero nos olvidamos del pequeño detalle de que las cosas nunca salen como querríamos. Así que cuando sucede un imprevisto que lleva al traste todos nuestros planes nos provoca comportamientos extraños: se estropea el cajero automático y la emprendemos con un señor que intenta hacer lo mejor posible su trabajo; no nos contestan al móvil y refunfuñamos que cómo es posible que la gente no responda a las llamadas; suben la sensibilidad de los detectores de metales y nos quedamos en calzoncillos.

Alguna válvula de escape hemos de tener, porque si no, explotamos. Por eso estamos todos esperando el fin de semana o, ahora, las vacaciones. Estamos esperándolas para “no hacer nada”, como si pasarnos dos días sin hacer nada sirviese de contrapartida a los cinco días de estrés que hemos conseguido superar a trancas y barrancas. Pero también en eso nos equivocamos: porque eso de las medias les va muy bien a los economistas, pero para la vida diaria no sirve. Vamos, que cuando se habla de la renta per capita, ya se sabe que unos tienen la renta y otros la capita, y que cinco días de presión y dos de caos no hacen en media una semana llevadera y reconfortante. El no hacer nada también cansa.

La solución –dicen los expertos en colas- es dejar una holgura, digamos, de un 20% en nuestro tiempo. Aprovechemos estas vacaciones no para no hacer nada, sino para organizar nuestros días dejando un espacio para lo inesperado –y para los demás-, y propongámonos mantener este buen hábito cuando volvamos al trabajo. Entre otras cosas, porque da la impresión de que se nos avecina un curso frenético, complicado, peleón y de reacciones rápidas. Más vale que nos pille entrenados.

(Publicado en ABC Catalunya, 10 agosto 2005)