23 noviembre, 2005

Los unos y los otros

En esta vida todos estamos obligados a elegir entre alternativas y, por tanto, a discriminar. El empresario que quiere contratar a alguien discrimina entre los candidatos. Los que nos dedicamos a la enseñanza cuando tenemos que poner notas discriminamos entre nuestros alumnos. Y, por supuesto, todos discriminamos cuando vamos de compras y optamos por un producto en vez de otro. Lo que se espera es que los criterios que usemos sean justos, que no actuemos con arbitrariedad según nos vaya en el asunto.
Por poner un ejemplo lejano. El Presidente de los Estados Unidos ha propuesto a un candidato conservador para ocupar un puesto vacante en el Tribunal Supremo. Los miembros del Partido Demócrata dicen que no se puede permitir que se rompa el equilibrio en la composición del Tribunal. ¿Un presidente demócrata no hubiese puesto a alguien de su cuerda? Pues entonces, de qué se quejan. Además históricamente puede comprobarse que cuando un juez ha cambiado de bando siempre ha sido algún juez supuestamente conservador nombrado por un Presidente republicano. No hay un solo caso de un juez liberal nombrado por un Presidente demócrata que después haya cambiado. Así que puestos a comparar parece que los liberales son mucho menos flexibles que los conservadores (y me refiero a los jueces del Tribunal Supremo, que conste).
El principio de imparcialidad supone juzgar dos situaciones similares con los mismos criterios, sin tener en cuenta las preferencias personales. En caso contrario nos movemos en la arbitrariedad, que supone cambiar de criterio según nos interese. Ejemplos más cercanos también los hay, claro.
No perderé el tiempo refiriéndome a la disparidad de cálculos cuando hay una manifestación, porque resulta bastante cómico. Pero es menos cómico ver que cuando unos salen a la calle se les ataca por querer imponer sus ideas y mantener sus privilegios y cuando salen a la calle otros es la expresión de un pueblo que está vivo y no se doblega. Mire no, aquí o todos somos unos privilegiados o todos estamos vivos.
Otro ejemplo. Cuando uno pide un crédito de seis mil euros, en cuanto se descuide le embargan hasta la camisa; pero si uno debe seis millones, con un poco de suerte incluso le perdonan los intereses. A ver, hablemos. Aquí, o nos descamisan a todos o nos liamos todos la manta a la cabeza.
Y otro. Los unos tienen que pasarse la vida pidiendo perdón, mientras los otros parece que no han roto nunca un plato. Pues mire, no. Aquí o pedimos perdón todos o todos vamos de ofendidos. Mejor aún: ¿Por qué no pasamos página y dejamos de revolver en el pasado?, que bastantes problemas tenemos con el presente.
Y el último. Cuando alguien en un medio de comunicación profiere palabras salidas de tono a los que no son de su cuerda todos se rasgan las vestiduras y amenazan con cierres. En cambio cuando desde otros medios injurian o hacen burla de instituciones sociales y creencias que no comparten dicen que eso es libertad de expresión y que quien se enfada es un exagerado. Pues no. Aquí, o insultamos todos o todos hablamos libremente.
Podríamos seguir, porque lamentablemente la falta de coherencia al abordar algunas de las cuestiones más actuales de nuestros días está bastante arraigada. El problema es que la falta de coherencia casi siempre se traduce en una desorientación de quienes la observan, y a continuación en un desinterés: “¡A mí que no me mareen!” Y así nos va.
Y una posdata. Los hijos de la luz tienen la extraña costumbre de arrojarse basura encima de sus propias cabezas mientras los hijos de las tinieblas se revuelcan de gusto, porque siempre les ha parecido que eso de ver primero la viga en el ojo propio es una estrategia de perdedores. Hay que ser sencillos como palomas, sí, pero hay que ser también astutos como serpientes. Vamos, que la autocrítica es buena, pero, ojo, que por ahí fuera reparten a gusto y no se andan con complejos. No he visto que ningún autocrítico haya dicho que el respeto es cosa de todos.
Publicado en ABC Catalunya, 23 de noviembre de 2005

04 noviembre, 2005

¡Menudo circo!

Los animales actúan siempre como reacción a un estímulo externo; en cambio, los seres humanos tenemos la capacidad de tomar la iniciativa. Los animales sienten hambre, matan y comen; nosotros sentimos hambre, pero podemos abstenernos de comer o, por el contrario, podemos comer aunque no tengamos hambre. Los animales ven fuego y huyen; nosotros hacemos fuego y sabemos apagarlo. Esto es así porque somos capaces de poner distancia con las cosas que nos rodean, lo cual significa que en vez de reaccionar instintivamente nos tomamos un tiempo para analizarlas, comprenderlas, explicar por qué suceden y actuar desde las causas de los problemas.
También es verdad que a veces somos más animales que racionales y, como ellos, nos contentamos con reaccionar ante las circunstancias, vamos capeando el temporal, saliendo como podemos, regateando en corto y poniendo parches, sin tomarnos las cosas en serio, sin ir a la raíz de los problemas y poner un poco de racionalidad en nuestras acciones.
Tengo la sensación de asistir últimamente a muchos episodios de parcheo. Prometo que aprobaré el Estatut tal como me llegue y, como llega como llega, me toca inventarme ocho modos distintos de decir lo mismo sin decir lo mismo, o tengo que llamar a unos amiguetes para que redacten un informe que justifique que no puedo cumplir lo que prometí. Quiero cambiar a medio gobierno, pero como los socios se me enfadan monto unas comisiones para no tenerles que ver y que trabajen ellos. Me pillan con un pariente franquista y me invento una demostración patriótica –por cierto, como las que se hacían en el Bernabeu hace unos cuantos años- para que quede claro que a nacionalista no me gana nadie.
Con este modo de actuar estamos convirtiendo el arte de gobernar, que en la Grecia clásica era considerado el saber más noble, en un despropósito continuo. Cuando no hay principios de actuación definidos ni existe el compromiso de cumplirlos, la acción humana se convierte en un sucederse de actuaciones oportunistas. Quien tiene responsabilidad de gobierno no sólo es responsable de los efectos de sus acciones, sino también de los principios que las animan. Cuando estos principios justifican el “todo vale”, el gobernante en vez de encarnar la imagen del capitán de navío que lleva a su embarcación a buen puerto se asemeja más al malabarista de circo que tiene unos cuantos platos dando vueltas en el aire y corre de un lado a otro para que no se le caiga ninguno.
Hace unos días leía unas palabras de un ideólogo estalinista: “Por amor al partido, uno debe estar dispuesto a cambiar de opinión en veinticuatro horas y sostener con la misma convicción que lo que es blanco es negro”. Claramente los extremos se tocan. El relativismo y el radicalismo ideológico coinciden en su desprecio por la realidad: los unos, porque el único criterio que les queda es el pragmatismo malo de reducir la verdad de las cosas a sus efectos; los otros, porque todo lo explican en función de la estrategia para llegar al objetivo último. Ni unos ni otros tienen principios, y sin principios todos los medios quedan justificados. La política se disuelve en retórica: el arte de justificar cualquier cosa y su contrario. Y si encima tienes suerte y sale niña, pues miel sobre hojuelas.
La lógica del oportunismo lleva a una espiral sin fin, del estilo “y tú más” o “pues yo también”, más propia de patio de colegio que de una tribuna pública. ¿Que sacas una pancarta? Pues yo me pongo una camiseta. ¿Que me boicoteas? Pues yo también. ¿Que pones una bandera? Pues yo más grande. No se extrañen los gobernantes que entre la ciudadanía cunda la desorientación y el desencanto, porque para ver circo, voy al circo, pero no pongo el telediario.
Y mira que los temas a debatir son importantes e intelectualmente desafiantes. Es una pena que nos priven de ese debate y en cambio lo solucionen a base de broncas, amenazas y desplantes. No sé a ustedes, pero a mí me dan unas ganas de decirles: “¿Se puede saber qué estáis haciendo?”.
Publicado en ABC Catalunya, 2 de noviembre de 2005