27 enero, 2006

Mayorías y minorías

De vez en cuando se levantan algunas voces críticas sobre el papel de los partidos minoritarios en las democracias parlamentarias. Seguramente estos días volverá a escucharse la consabida queja de cómo se puede aceptar que una minoría imponga a los demás lo que deben hacer. Pero también se suele oír el argumento de que las mayorías son malas para el correcto funcionamiento del sistema democrático. Entonces, ¿en qué quedamos? Si las minorías son malas y las mayorías también, ¿qué hacemos? La queja sobre las minorías puede ser sincera, aunque a mi modo de ver equivocada; la frase sobre las mayorías no deja de ser políticamente correcta, aunque tenga algo de verdad.
Vayamos por partes. Lo que todos los partidos quieren es tener mayoría suficiente para aplicar sus programas de gobierno. Yo no recuerdo a ningún candidato que en plena campaña electoral dijese: “Votadme, pero no mucho, porque no quiero sacar mayoría”. Todos piden y buscan la mayoría. Es lógico que así sea, porque, tal como está concebido el sistema, para gobernar se requiere una mayoría parlamentaria. Cuando una fuerza política no tiene por si sola esa mayoría debe buscar votos de otras fuerzas políticas hasta alcanzar la mayoría suficiente. Es entonces cuando los partidos minoritarios adquieren una relevancia que por su número de votos no tendrían. Tienen la llave de la gobernabilidad, y eso les da un poder enorme, que tienen la obligación de utilizar bien.
A veces las circunstancias pueden ponerle a uno en una situación que no esperaba y tener que asumir la responsabilidad de utilizar bien ese poder. Porque el poder puede usarse mal. Las mayorías pueden abusar del poder que tienen, es cierto. Pero también las minorías pueden abusar de su poder. Una sociedad es más libre cuánto más respetuosa es hacia las minorías. Pero no confundamos el respeto a las minorías con pensar que todo lo que las minorías piden es aceptable, del mismo modo que no hay que pensar que todo lo que diga una mayoría sea bueno, por el hecho mismo de que lo diga la mayoría. El problema no es de mayorías o minorías, sino de utilizar bien el poder que en cada momento se tiene.
¿Hay algún criterio que sea más imparcial que un simple factor numérico para distinguir cómo se usa el poder? Sí. Que el poder se utilice a favor del conjunto de la sociedad, que no siempre coincide ni con lo que la mayoría elige ni con lo que la minoría reclama. Cuando no se gobierna pensando en el bien común de la sociedad se acaba gobernando a favor del propio interés, ya sea individual o de un determinado grupo. Abusa del poder quien lo utiliza para buscar su propio interés a expensas de lo que es bueno para todos. Eso tanto pueden hacerlo las mayorías como las minorías. De hecho en estos treinta años hemos tenido ejemplos de mayorías que han gobernando pensando en el bien común de la sociedad y ejemplos de minorías que han contribuido a la mejora de la sociedad en su conjunto. También hemos tenido mayorías que han abusado del poder para imponer sus puntos de vista, y minorías que han aprovechado su posición para pensar sólo en sus propios intereses.
Por tanto, equivocaríamos el debate si lo planteásemos en términos de mayorías y minorías. El debate debe plantearse en términos de qué alternativas colaboran a mejorar la sociedad. Una discusión en términos de “tú no tienes derecho a hablar porque eres pequeño” no lleva a ninguna parte. Es más, empobrece a la sociedad y reduce la libertad. El debate no es entre mayorías y minorías sino entre gobernar en función del bien común o a favor de los propios intereses. Por supuesto, la solución no es, como algunos pretenden, silenciar a las minorías y cambiar las reglas de juego para dejarlas sin representación. En todo caso, quienes deberían quedarse fuera serían quienes están en la política para satisfacer sus propios intereses. Las minorías no son necesariamente las egoístas. Al menos, no todas. Al menos, no siempre.
(Publicado en ABC Cataluña, 25.1.2006)

09 enero, 2006

Libertad limitada

Tenemos que agradecer al Consell de l’Audiovisual de Catalunya que nos haya aclarado que los derechos y libertades de los individuos tienen ciertos límites. Antes si uno decía que había cosas que no se podían decir o que no se podían hacer era inmediatamente calificado de carca y retrógrado. Lo progre era estar a favor de una libertad sin límites. Ahora gracias al CAC se acaba de dar un marchamo de progresismo a la postura de que no todo puede hacerse en nombre de la libertad. Tenemos que darles la bienvenida, porque hacía siglos que algunos habíamos llegado a esa conclusión, y al mismo tiempo felicitarnos por habernos elevado a la categoría de lo políticamente correcto.
Ahora quizá sea más fácil que entiendan que haya gente que se sienta molesta cuando algunos en nombre de la libertad de expresión hacen escarnio de la religión. O que haya gente que sostenga que es abusar de las palabras llamar a todo matrimonio. O que haya familias que piensen que el Estado abusa de su poder cuando les impone un determinado modelo educativo y les deja sin libertad para elegir la educación de sus hijos. Antes algún atrevido hubiese catalogado esas acciones como parte del patriotismo social. Ahora, según la nueva terminología, pueden calificarse sin rubor como “vulneración de los límites constitucionales en el ejercicio legítimo de los derechos fundamentales”. Sólo cabe esperar que los organismos competentes sean tan diligentes en la denuncia de estas acciones como lo ha sido el CAC, ¿o no?
La historia nos recuerda que en la génesis del reconocimiento de los derechos humanos los países de la órbita capitalista, herederos del pensamiento liberal, tuvieron serias dificultades en aceptar los derechos económicos y sociales que tienen que ver con la igualdad entre los individuos. En cambio los países de la órbita socialista se opusieron con fuerza a los derechos civiles y políticos, que tienen que ver con la libertad: libertad de expresión, de participación, de creencias. La izquierda, desde su origen, ha tenido siempre bastantes dificultades en entender la libertad de las personas, entre otras cosas porque para el marxismo el individuo no tenía más valor que ser un elemento de un todo social. Sólo cuando con el paso del tiempo descubrieron que la revolución debía ser social y no económica se percataron de que la mejor forma de cambiar la sociedad era llevar al absurdo la libertad, convertirla en una libertad sin límites, o sea, el libertinaje. Eso es seguir entendiendo mal la libertad.
Parece que los muchachos después de ir de un extremo a otro van centrándose. Y es que la experiencia también ayuda. Porque, claro, es muy fácil apelar a la libertad para hacer lo que a uno le viene en gana, decir lo que a uno le apetece, meterse con el vecino, burlarse de los demás. Pero, ¡amigo!, cuando uno se convierte en sujeto pasivo de la libertad de los demás, y se meten con él, se burlan de él, dicen de él cosas que no le gustan, entonces uno acaba pensando que quizás sea mejor poner algunos límites a la libertad. Mira por donde hemos descubierto la Regla de Oro de la ética, que ha existido en todas las culturas desde tiempos inmemoriales, y que entre otras tiene esta formulación: “No hagas a los demás lo que no te gustaría que te hiciesen a ti”. ¡Qué bien va ponerse en los zapatos del otro! La libertad tiene su límite en la verdad. Pero no sólo en la verdad; también en la justicia, es decir, en el respeto y en el bien del otro.
Es cierto. Quienes creen en la libertad pueden llegar a abusar de ella. Los seres humanos no somos perfectos; todos tenemos nuestras debilidades y nuestros malos momentos. Pero quienes no entienden la libertad lo tienen muy difícil para usarla bien. La libertad es como el juego de las siete y media, del que decía Don Mendo que es un juego vil: “o te pasas o no llegas. Y el no llegar da dolor, pues indica que mal tasas y eres del otro deudor. Mas ¡ay de ti si te pasas! ¡Si te pasas es peor!”
(Publicado en ABC Cataluña, 4.1.2006)