17 agosto, 2007

Superar los mitos

Hace muchos siglos los seres humanos intentaban explicar las realidades que les rodeaban a través de mitos. Eran historias fantasiosas en las que intervenían dioses, hombres y animales fabulosos. A través de esos relatos se explicaba desde el origen del mundo, hasta el sentido del amor o la inmortalidad del alma.
Con el tiempo, los seres humanos fueron adquiriendo confianza en su propia capacidad de razonar, de ir más allá del fenómeno concreto y llegar a las causas de las cosas. De esta forma, el mito dejó paso a la filosofía. Las cosas podían explicarse por ellas mismas y se aceptaba que el hombre tenía capacidad de conocer ese porqué. Esto fue entendido, sin duda, como un progreso de la humanidad.
En estos días de verano más de uno habrá hecho el propósito de leer alguno de los libros de management que aparecen en las listas de best-sellers. Tengo que reconocer mi sorpresa cuando veo que muchos de estos libros vuelven a recurrir al mito para explicar a los hombres y mujeres de empresa cómo deben actuar en su trabajo profesional. Nos encontramos con relatos de ratones que se comen quesos o príncipes al rescate de doncellas ultrajadas. Y se supone que a partir de ahí cada uno saca lecciones sobre cómo mejorar en su trabajo.
Aparte de una cierta admiración –y sana envidia- hacia quienes han escrito estos libros, me pregunto si no estaremos menospreciando a los directivos empresariales. En vez de suponer que tienen capacidad y formación suficiente para profundizar racionalmente en el sentido de su profesión, les damos historietas divertidas con moralejas, como al niño al que se le dan papillas porque todavía no sabe masticar.
Hace unos años se puso de moda decir que las empresas debían estar dirigidas por filósofos. No lo creo necesario. Pero sí me parece imprescindible que el directivo de empresas sea alguien con una honda preparación humanista. Al fin y al cabo, como se dice en tantos discursos, el activo más importante de las empresas son las personas. Pero formación humanista en serio, no cuatro recetas sentimentalonas para animarnos a ser buenos. A menos que eso sea una excusa para vivir del mentoring. Primero reducimos el arte de la dirección a la aplicación de unas técnicas más o menos sofisticadas, y ahora queremos edulcorarlo con la apelación a los buenos sentimientos.
Si las empresas están dirigidas por personas que sólo pueden descubrir el sentido de su trabajo a través de relatos pseudo-mitológicos, estamos apañados. Entre la novela moralizante y el ladrillo teórico está el discurso divulgador que confía en la capacidad de raciocinio del lector. Quizás el problema no sea que los lectores no estén preparados, sino que quienes tenemos que escribir estos libros no sepamos cómo hacerlo.
(Publicado en ABC Catalunya, 15 agosto 2007)

27 junio, 2007

Todos iguales

Una ventaja de vivir en un estado de derecho como el nuestro es que, al menos de entrada, se supone que todos estamos dispuestos a ajustar nuestras acciones a un marco de convivencia libremente aceptado.
Esto de que “todo vale” está muy bien para los discursos –vende bien-, pero en la práctica se muestra imposible, porque viviendo en sociedad no todos podemos hacer al mismo tiempo lo que nos apetece. Si a alguien se le ocurre conducir en dirección contraria, espero que otro le detenga a tiempo y no se deje amilanar por el discurso de “es que me apetecía”. El resto de los conductores no veremos en esa decisión un ataque a la libertad ni un abuso de poder.
Hasta los políticos más tolerantes se encuentran de vez en cuando en la tesitura de no poder llevar hasta sus últimas consecuencias sus discursos, y a veces tienen que impedir determinados comportamientos. Si no, que se lo pregunten al Fiscal General, o al Ministro de Justicia (muy callado últimamente: será que en “El Jueves” no hay nadie del PP), o a la Vicepresidenta, que sigue resistiéndose a aceptar la evidencia de que “no todo vale”.
Una sociedad que tiene que divertirse a costa de burlarse o de insultar a los demás no es una sociedad madura. Una sociedad madura no es aquella en la que uno aguanta estoicamente que le insulten, sino aquella que no necesita tolerar estos comportamientos, porque todo el mundo tiene dos dedos de frente como para reconocer que cualquiera, sea príncipe o plebeyo, tiene derecho al buen nombre. Cuando uno no es capaz de distinguir entre la libertad de expresión y el insulto ni sabe autocontrolarse, es responsabilidad del gobernante pararle los pies antes de que cometa una tropelía peor.
En un estado de derecho se espera también del gobernante que aplique la ley sin arbitrariedades, utilizando los mismos criterios para juzgar a unos y otros. Al menos nos aseguramos que el poder se usará con una cierta coherencia, y no según los casos. Porque si el buen nombre de las personas debe respetarse –aun a costa de limitar la libertad de expresión-, también debería ponerse un límite cuando se insulta a las convicciones y a las creencias de las personas.
La misma celeridad con que se ha actuado en estos días debería haberse utilizado en situaciones anteriores, en las que, a veces echando mano de fondos públicos, se han lanzado injurias contra los sentimientos religiosos de la gente. No deja de ser una falta de coherencia, que dice muy poco de quien debería aplicar la ley –o mucho, según se mire-, que se exija más respeto hacia los príncipes de este mundo que hacia aquel que es Rey del universo.
(Publicado en ABC catalunya, 26 junio 2007)

14 junio, 2007

Convicciones y resultados

Max Weber clasificaba la conducta humana según dos lógicas opuestas. La ética de la convicción la siguen aquellos que en su acción se guían por determinados principios; la ética de la responsabilidad es la de aquellos que sólo se fijan en las consecuencias de las acciones.
Este tipo de distinciones me han parecido siempre muy poco realistas. No es cierto que haya quien actúe sin importarle los resultados o haya quienes no tengan en cuenta principios. Los de la ética de la responsabilidad también siguen principios, aunque en su caso el único principio que les importa es valorar los resultados; los de la ética de la convicción también tienen en cuenta los resultados, sólo que entre los resultados incluyen la fidelidad a determinados principios.
En la práctica, en nuestras acciones siempre hay una combinación de principios, intenciones y resultados. La realidad se explica mejor cuando se integran todos estos aspectos que cuando se intentan separar para hacer clasificaciones.
Algo parecido sucede con la responsabilidad social de la empresa. Algunos quieren justificarla como una exigencia de determinados principios, valores o convicciones. Otros en cambio le otorgan una función instrumental: la responsabilidad social sirve para mejorar la cuenta de resultados. Evitemos caer en un inútil pedaleo intelectual y hagamos como Alejandro Magno con el problema del nudo gordiano: sacar la espada y cortar la cuerda.
En la realidad las empresas se interesan por la responsabilidad social por motivos muy variados, algunos de carácter más coyuntural (crisis de reputación, imagen, posicionamiento en el mercado, relaciones públicas) y otros de más convicción (compromiso del propio equipo, principios personales o corporativos). Es más, en la mayoría de los casos habrá un mix de motivos. No pasa nada: nosotros tampoco actuamos siempre con una intención perfecta.
Dos ideas, para ser prácticos y no complicarnos con teorías. Una: cualquier motivo que haga que las empresas se interesen por la responsabilidad social es bueno. ¿También por una razón puramente instrumental? Sí, también. Lo importante es que la burra ande, sea grande o no. La segunda, que matiza la primera: aquellas empresas que no lleguen a las razones más profundas y de compromiso, y se queden en una visión puramente instrumental, acabarán desengañándose: para ellas la responsabilidad social habrá sido sólo una moda.
Se trata de caer en la cuenta que el resultado más importante de nuestras acciones pasa en nuestro interior: cuando actúo responsablemente, yo me hago más responsable. Decía Sócrates que es peor cometer injusticias que sufrirlas, porque el que comete injusticias se vuelve injusto. Convicciones y resultados van siempre juntos. Como decía la mística castellana, “al final de la jornada, el que se salva sabe, y el que no, no sabe nada”.
(Publicado en ABC Catalunya, 13 junio 2007)

24 mayo, 2007

¡Menudo domingo!

Me dice un amigo mío que debo ser más optimista en mis artículos. Así que voy a intentarlo.
Este domingo será un día para recordar. Lo veo venir. Será un día soleado, perfecto para salir a pasear, comer fuera, o estrenar por fin la playa. Por eso tendrá más mérito todavía ir a votar. Porque todos tenemos muy claro que eso es lo que hay que hacer el domingo: ir a votar. Así que la paella, la arena y las colas en los peajes pueden ir esperando, porque lo primero es lo primero. ¡Menudas colas en los colegios electorales! Vamos, que la participación en las presidenciales francesas se va a quedar corta en comparación con la fiesta democrática que viviremos aquí. ¡Como que nos van a dar los franceses lecciones de “démocratie”!
Ahora lo que toca es elegir alcalde, y esto lo tenemos muy claro. Que nadie haga lecturas que no tocan. Ni primarias, ni votos de castigo, ni nada por el estilo. Alcaldes. Punto. Que para eso nos hemos pasado quince días -qué digo quince días, ¡meses!- analizando programas y reflexionando sobre las necesidades de la ciudad.
¿Qué tal vamos con eso de ser optimistas? Mi amigo tenía razón. No sé, te quedas como mucho más a gusto dándole a la vida un toque de optimismo. Sigamos.
No sé ustedes, pero yo respiro a cambio. ¡Que ya son muchos años gobernando los mismos, hombre! Es un pedazo de argumento que ha funcionado siempre, así que no sé por qué no va a funcionar esta vez. Además será una carambola a tres bandas que ni un campeón de billar: Volveremos a poner un pie en la Plaça de San Jaume, les haremos una buena butifarra a los vecinos del lado montaña, y de paso le daremos un pequeño caponcete al ZP, ¡qué se lo tiene bien merecido!
Tan claros y contundentes serán los resultados, que se acabó aquello de que todos han ganado. Ganar, ganar, sólo ganará uno, y así lo reconocerá el resto. Porque, claro, la política es cosa de caballeros. Bueno, mejor dicho, de damas y caballeros, fifty-fifty.
¡Bueno, bueno! Y por si fuera poco, el fin de fiesta que nos espera será prodigioso. El eterno rival perderá en casa, mientras que nosotros le daremos un buen repasillo al Geta, que ya está bien de subírsenos a la parra. Y volveremos a ponernos líderes en solitario.¡Ya está! ¡Ya me he pasado! Es el problema de estas cosas: te embalas, te embalas, hasta que pierdes el sentido. ¡Es tan difícil mantener la ecuanimidad y la mesura! ¡Es tan fácil confundir el optimismo con la fantasía! Pero, ¿qué cosas digo? ¡Se trataba de ser optimista! Al menos hasta el domingo.
(Publicado en ABC Catalunya, 23 mayo 2007)

03 mayo, 2007

El mundo de Sofía

Tiene castañas que a todo un futuro rey le pregunten en público que si piensa tener más hijos. Y más castañas tiene que aguante el tipo y responda con una serie de consideraciones médico-psicológicas en vez de decirles que se ocupen de sus asuntos.
“Pero, ¿qué problema hay?”, se preguntará alguno. “Tienen derecho a preguntarle lo que quieran. Si no quiere contestar, que no conteste”. Pues ese es el problema, que llamamos derecho a cualquier cosa.
Antes existía un ámbito de intimidad, en el que las personas protegían aquello que más valoraban. El hogar protegía la intimidad de la vida familiar; el vestido protegía la intimidad del propio cuerpo; el derecho protegía la intimidad de la conciencia. Lo íntimo era lo sagrado. Se dejaba entrar en la intimidad sólo a quien se quería. Nada era más degradante que violentar la entrada en esa intimidad.
Hoy hemos perdido el sentido de lo privado. Lo privado no interesa si no se hace público: triunfa el cotilleo, la salsa rosa y el gran hermano. Lo público es ensalzado y salvaguardado: hay que salir del armario para dar marchamo público a la conducta privada. Por el contrario, lo que no interesa se reduce a lo privado, y se expulsa a Dios de la vida pública.
En la intimidad uno se manifiesta como es, no tiene que disimular; allí se encuentra uno con el núcleo original de su verdadero ser. Lo público es, en cambio, el ámbito del mostrarse, del aparentar. Todo es opinable y discutible; todo vale, porque todo es pasajero. Cuando lo privado pierde relevancia, deja de interesar la verdad. Cuando sólo importa lo público, todo se reduce a opinión: todo el mundo puede opinar de lo que sea, y no hay más referente que la opinión. Yo tengo derecho a preguntar; tú no tienes más remedio que responder.
¡A menudo mundo has venido, Sofía! Todavía no te hemos visto la cara, y ya eres un personaje público. Todavía no has renunciado a Satanás y a sus pompas, y ya te han hecho renunciar a tu vida privada. Todavía no has tomado tu primer alimento, y ya le preguntan a tu padre si tendrás más hermanitos.
La diosa de la sabiduría era representada en el mundo antiguo en forma de lechuza. Así como la lechuza gusta de estar en lugares oscuros, también el sabio (y la sabia, añadirían algunos que no lo son) necesita de un quieto reposo para filosofar. La lechuza de Minerva levanta el vuelo al anochecer.
El nuestro es un mundo con demasiado ruido para amar la sabiduría, demasiado interés por lo inmediato, por las apariencias. Has venido a un mundo, Sofía, donde hay muchos sofistas y muchos preguntones, pero pocos sabios. Donde todo el mundo se cree con derecho a opinar, pero donde la sabiduría queda relegada a dar nombre a reinas.
(Publicado en ABC Catalunya, 2 mayo 2007)

12 abril, 2007

La técnica que nos abruma

Ver partidos de fútbol por televisión se está convirtiendo en un calvario. Y no me refiero a los partidos en sí: tengo un amigo norteamericano que se sorprende de que nos pueda gustar un deporte en el que te pasas minutos y minutos sin ver un tanto. Me refiero a las retransmisiones.
Antes, como no disponían más que de unas pocas cámaras, los realizadores tenían que conformarse con seguir la trayectoria del balón. Ahora con toda la cantidad de medios de los que disponen, parece que lo que menos les interesa es el partido. Eso sí, tienes primeros planos de las zapatillas de un jugador, de la marca de publicidad que llevan en el trasero, del lapo que lanza el otro después de fallar un gol, o del movimiento de los labios de aquel otro para poder descifrar si se ha acordado de la madre del árbitro o no. Si a esto le sumas unos cuantos paseos por las gradas, imágenes de los vips y repeticiones de jugadas anteriores desde diversos ángulos, serás afortunado si puedes ver alguna jugada en directo. Porque además hay que añadirle –mejor restarle- el espacio de pantalla que ocupan los marcadores, los anuncios, los concursos para entradas gratis y los avisos sobre el programa que viene a continuación.
Así es el mundo en el que vivimos. Las posibilidades técnicas que tenemos a nuestra disposición son mayores que nunca. Pero disponer de técnicas no significa necesariamente saberlas utilizar bien. Cuantas más técnicas se tenga, más necesario será contar con la capacidad de discernir cómo se pueden utilizar, e incluso de discernir si conviene utilizarlas o no.
El progreso técnico lleva parejo un progreso ético. Cuántas más cosas pueden hacerse, más madurez se requiere para decidir si deben o no ser hechas. Sin tener claro el porqué, la técnica se nos puede volver en contra. La ética es la brújula que orienta nuestras acciones. Sin ella, podemos ir muy deprisa hacia ninguna parte.Recurro una vez más a los famosos versos de Elliot: “¿Dónde está la vida que hemos perdido viviendo, dónde está la sabiduría que hemos perdido en conocimiento, dónde está el conocimiento que hemos perdido en información?” Hoy en día tenemos más información que nunca, pero esto no significa que tengamos más conocimiento, ni que seamos más sabios. Ya sería absurdo que viviendo malgastásemos la vida. Porque, como decía otro: “Puedes hacer con tu vida lo que quieras, pero tienes una sola vida para intentarlo”. Ya sería absurdo que sentándonos a ver el fútbol, acabásemos no viéndolo.
(Publicado en ABC Catalunya, 11 abril 2007)

21 marzo, 2007

La delgada línea roja

Una de las cosas más aburridas que existen es convertir la ética en casuística. Reducimos la ciencia que busca la excelencia humana a un ejercicio intelectual de inventarnos situaciones cada vez más inverosímiles: “supongamos que”, “y si pasa esto”, “y si pasa lo otro”. Entramos en una carrera del “más difícil todavía” para ver si conseguimos romper el cántaro de los principios de conducta a base de tanto llevarlo a la fuente.
Cuando se analizan éticamente acciones concretas a veces lo que separa la acción correcta de la acción reprobable es una delgada línea roja. ¿Cuándo la libertad de expresión se convierte en insulto? ¿Cuándo la búsqueda del bien común acaba en la cesión a un chantaje? ¿Cuándo el poner fin al ensañamiento terapéutico se convierte en eutanasia?
Se trata de situaciones límite que cuando se plantean hay que saber analizar. Precisamente por lo difíciles que son hay que analizarlas con toda la fuerza de la razón. No vale reducir la ética a la tan socorrida frase de “soy libre para”, porque, mire por donde, usted no es libre de insultarme. Tampoco vale reducir la ética a una cuestión de sentimientos, porque la obligación de respetar los derechos está por encima de los buenos sentimientos. Y mucho menos se puede reducir la ética a frases tautológicas, vacías de contenido, del estilo “somos humanitarios”, si no se define claramente qué significa eso.
Pero por encima de todo hay que dejar claro, primero, que estas situaciones límite deben entenderse siempre como excepciones, y nunca como argumentos para acabar con los principios. Segundo, y todavía más importante, la conducta humana debe plantearse desde horizontes más altos y no siempre en el límite del bien y el mal. El estudiante que estudia para aprobar, como le hagan una pregunta que no sabe, suspenderá. El que estudia para sobresaliente, tiene el aprobado garantizado.
Convertir el debate ético de nuestras acciones en un ejercicio de funambulismo, caminando por encima de una cuerda a un paso del precipicio, es una visión pobre, peligrosa e inquietante de la conducta humana y de la vida social.
La ética es atractiva cuando se entiende que lo que importa es hacer el bien, no andar bordeando el mal. Y que además hay muchas formas de hacer el bien. Más aún, que siempre se pueden hacer las cosas mejor. La ética no disfruta argumentando en contra del uso blasfemo del arte, sino promoviendo el buen nombre de personas e instituciones (reputación, le llaman hoy). No se entusiasma maquillando el concepto de muerte digna, sino resaltando el valor de la dignidad de la vida. Las conversaciones que le interesan no son con quienes amenazan la convivencia social, sino con quienes la enriquecen.
Si no, además de empobrecer el significado de la ética, empequeñecemos nuestras propias vidas, que es mucho peor.
(Publicado en ABC Catalunya, 21 marzo 2007)

01 marzo, 2007

Responsabilidad ciudadana

Hace unas semanas hablaba en esta misma columna de “la responsabilidad de los políticos”. A veces pensamos que la responsabilidad sirve para pedir cuentas a otros. Pero esto sólo representa la mitad de la película. La otra mitad es que también nosotros somos responsables.
Ante los problemas de la sociedad es fácil atribuir la responsabilidad a los políticos. “¿Quién tiene la culpa? Los políticos”. Tendrán sus responsabilidades, por supuesto, pero, cuidado, que tampoco tienen que ser los únicos responsables de todo. También los ciudadanos tenemos nuestras responsabilidades.
Se me planteaba esta reflexión a raíz del reciente referéndum sobre el estatuto andaluz. La noticia no fue la aprobación del estatuto, sino el altísimo porcentaje de abstención. Todo el mundo apuntaba a los políticos como los primeros responsables. Pues mire, no: los primeros responsables son los que, teniendo el derecho a votar, no lo ejercen.
Por edad no puedo recurrir al tan manido argumento de “lo que tuvimos que luchar para conseguir este derecho”, porque yo me lo encontré ya casi dado. Pero sí puedo utilizar un argumento mucho más pragmático: la abstención no tiene ningún efecto en la sociedad, al menos tal como está ahora montada. Y mucho menos en los políticos, a los que supuestamente se pretende castigar con la abstención.
A la mañana siguiente del referéndum andaluz le preguntaba yo a mi interlocutor si se acordaba de cuál había sido la abstención en el referéndum del estatut de Catalunya. Fue también sonada, y no han pasado muchos meses, pero aún así no se acordaba. Ya no nos acordamos de la abstención, pero el Estatut se aprobó y ahí está.
Si el sistema fuese distinto, y se pidiese un mínimo de participación para que un referéndum fuese efectivo, o imaginémonos por un momento que se dejasen vacíos los escaños proporcionales a la abstención, entonces sí que los políticos reaccionarían y abstenerse sería una forma responsable de actuar: produciría una respuesta. Pero mientras la abstención sirva sólo para una cuantas declaraciones en la noche electoral y para olvidarnos al día siguiente, la abstención es una irresponsabilidad ciudadana. Es irresponsable porque, de hecho, no produce ninguna respuesta.
“Es que yo paso de los políticos”, dicen algunos. Vale. Pero ellos no pasan de ti, porque están regulándote continuamente la vida, últimamente hasta límites insospechados. Así que más vale que, cuando puedas, decidas quien quieres que te organice la vida, aunque a veces tengas que hacerlo tapándote la nariz y optando por lo menos malo.
¿Habría que cambiar el sistema para que los políticos tuvieran que dar mayor cuenta de sus acciones? Seguro que sí. Pero esto no se consigue con la abstención. Hoy por hoy la abstención no es un voto “anti-sistema”, porque los okupas acaban llenando los escaños, les voten muchos o les voten pocos.
(Publicado en ABC Catalunya, 28 febrero 2007)

09 febrero, 2007

La responsabilidad social de los políticos

Uno de los mayores obstáculos para que la responsabilidad social de la empresa sea algo más que una moda es la visión a corto plazo de todos los agentes que intervienen en la actividad empresarial. La presión por los resultados a corto, por dar continuamente buenas noticias, impide a veces que la empresa tome decisiones que son necesarias para cumplir con sus responsabilidades pero que pueden ser mal recibidas por otros agentes.
La responsabilidad se lleva mal con el corto plazo. Primero, porque las decisiones humanas tienen efectos a largo plazo que tardan en verse; segundo, porque requieren un tiempo de reflexión y análisis. Las prisas, tanto para decidir como para ver los resultados, no son buenas: llevan a la improvisación, a salir del paso, a querer quedar bien.
Mientras las empresas sigan prisioneras del corto plazo –muchas veces no por su voluntad, sino por la dinámica del sistema en el que operan- será difícil que se tomen en serio la responsabilidad social, y siempre existirá el peligro de que no sea una cuestión de ética -de principios- sino de estética –de imagen.
También los políticos tienen una responsabilidad social que cumplir. De ellos se espera que contribuyan decididamente al bien común de la sociedad. También como las empresas, pueden ser prisioneros del corto plazo. Cada cuatro años necesitan renovar el apoyo de los ciudadanos, y en el intermedio ven permanente valorada su actuación a través de las encuestas de opinión. Todavía no han llegado al mercado continuo, pero casi.
En la política, como en el empresa, hay que tomar decisiones difíciles, que no siempre son bien entendidas. El buen gobernante no es aquel que decide buscando el aplauso, sino pensando en el bien de la sociedad. Gobernar bien es, cuando llega el caso, atreverse a tomar decisiones dolorosas pero necesarias. El político cortoplacista necesita tener a la gente continuamente distraída y aplaudiendo. Se guía por la opinión, por la reacción. Va a remolque de las circunstancias.
Lo peor del caso, no es la visión a corto plazo de los políticos, sino que consigan que nos instalemos en esa visión. Hoy casi lo han conseguido. Por eso se acepta mejor el abuso de las palabras que la queja ante la tergiversación que se hace de ellas. Se aceptan mejor los eslóganes que las razones, los consensos que los principios, la superficialidad de las formas que la coherencia de los argumentos, los derechos que los deberes, la brillantez de la demagogia que el esplendor de la verdad.
Casi lo han conseguido, pero no del todo. Si no, ¿por qué los políticos despiertan tan poca confianza y la política tanto hastío?
(Publicado en ABC Catalunya, 7 febrero 2007)