21 marzo, 2007

La delgada línea roja

Una de las cosas más aburridas que existen es convertir la ética en casuística. Reducimos la ciencia que busca la excelencia humana a un ejercicio intelectual de inventarnos situaciones cada vez más inverosímiles: “supongamos que”, “y si pasa esto”, “y si pasa lo otro”. Entramos en una carrera del “más difícil todavía” para ver si conseguimos romper el cántaro de los principios de conducta a base de tanto llevarlo a la fuente.
Cuando se analizan éticamente acciones concretas a veces lo que separa la acción correcta de la acción reprobable es una delgada línea roja. ¿Cuándo la libertad de expresión se convierte en insulto? ¿Cuándo la búsqueda del bien común acaba en la cesión a un chantaje? ¿Cuándo el poner fin al ensañamiento terapéutico se convierte en eutanasia?
Se trata de situaciones límite que cuando se plantean hay que saber analizar. Precisamente por lo difíciles que son hay que analizarlas con toda la fuerza de la razón. No vale reducir la ética a la tan socorrida frase de “soy libre para”, porque, mire por donde, usted no es libre de insultarme. Tampoco vale reducir la ética a una cuestión de sentimientos, porque la obligación de respetar los derechos está por encima de los buenos sentimientos. Y mucho menos se puede reducir la ética a frases tautológicas, vacías de contenido, del estilo “somos humanitarios”, si no se define claramente qué significa eso.
Pero por encima de todo hay que dejar claro, primero, que estas situaciones límite deben entenderse siempre como excepciones, y nunca como argumentos para acabar con los principios. Segundo, y todavía más importante, la conducta humana debe plantearse desde horizontes más altos y no siempre en el límite del bien y el mal. El estudiante que estudia para aprobar, como le hagan una pregunta que no sabe, suspenderá. El que estudia para sobresaliente, tiene el aprobado garantizado.
Convertir el debate ético de nuestras acciones en un ejercicio de funambulismo, caminando por encima de una cuerda a un paso del precipicio, es una visión pobre, peligrosa e inquietante de la conducta humana y de la vida social.
La ética es atractiva cuando se entiende que lo que importa es hacer el bien, no andar bordeando el mal. Y que además hay muchas formas de hacer el bien. Más aún, que siempre se pueden hacer las cosas mejor. La ética no disfruta argumentando en contra del uso blasfemo del arte, sino promoviendo el buen nombre de personas e instituciones (reputación, le llaman hoy). No se entusiasma maquillando el concepto de muerte digna, sino resaltando el valor de la dignidad de la vida. Las conversaciones que le interesan no son con quienes amenazan la convivencia social, sino con quienes la enriquecen.
Si no, además de empobrecer el significado de la ética, empequeñecemos nuestras propias vidas, que es mucho peor.
(Publicado en ABC Catalunya, 21 marzo 2007)

01 marzo, 2007

Responsabilidad ciudadana

Hace unas semanas hablaba en esta misma columna de “la responsabilidad de los políticos”. A veces pensamos que la responsabilidad sirve para pedir cuentas a otros. Pero esto sólo representa la mitad de la película. La otra mitad es que también nosotros somos responsables.
Ante los problemas de la sociedad es fácil atribuir la responsabilidad a los políticos. “¿Quién tiene la culpa? Los políticos”. Tendrán sus responsabilidades, por supuesto, pero, cuidado, que tampoco tienen que ser los únicos responsables de todo. También los ciudadanos tenemos nuestras responsabilidades.
Se me planteaba esta reflexión a raíz del reciente referéndum sobre el estatuto andaluz. La noticia no fue la aprobación del estatuto, sino el altísimo porcentaje de abstención. Todo el mundo apuntaba a los políticos como los primeros responsables. Pues mire, no: los primeros responsables son los que, teniendo el derecho a votar, no lo ejercen.
Por edad no puedo recurrir al tan manido argumento de “lo que tuvimos que luchar para conseguir este derecho”, porque yo me lo encontré ya casi dado. Pero sí puedo utilizar un argumento mucho más pragmático: la abstención no tiene ningún efecto en la sociedad, al menos tal como está ahora montada. Y mucho menos en los políticos, a los que supuestamente se pretende castigar con la abstención.
A la mañana siguiente del referéndum andaluz le preguntaba yo a mi interlocutor si se acordaba de cuál había sido la abstención en el referéndum del estatut de Catalunya. Fue también sonada, y no han pasado muchos meses, pero aún así no se acordaba. Ya no nos acordamos de la abstención, pero el Estatut se aprobó y ahí está.
Si el sistema fuese distinto, y se pidiese un mínimo de participación para que un referéndum fuese efectivo, o imaginémonos por un momento que se dejasen vacíos los escaños proporcionales a la abstención, entonces sí que los políticos reaccionarían y abstenerse sería una forma responsable de actuar: produciría una respuesta. Pero mientras la abstención sirva sólo para una cuantas declaraciones en la noche electoral y para olvidarnos al día siguiente, la abstención es una irresponsabilidad ciudadana. Es irresponsable porque, de hecho, no produce ninguna respuesta.
“Es que yo paso de los políticos”, dicen algunos. Vale. Pero ellos no pasan de ti, porque están regulándote continuamente la vida, últimamente hasta límites insospechados. Así que más vale que, cuando puedas, decidas quien quieres que te organice la vida, aunque a veces tengas que hacerlo tapándote la nariz y optando por lo menos malo.
¿Habría que cambiar el sistema para que los políticos tuvieran que dar mayor cuenta de sus acciones? Seguro que sí. Pero esto no se consigue con la abstención. Hoy por hoy la abstención no es un voto “anti-sistema”, porque los okupas acaban llenando los escaños, les voten muchos o les voten pocos.
(Publicado en ABC Catalunya, 28 febrero 2007)