27 junio, 2007

Todos iguales

Una ventaja de vivir en un estado de derecho como el nuestro es que, al menos de entrada, se supone que todos estamos dispuestos a ajustar nuestras acciones a un marco de convivencia libremente aceptado.
Esto de que “todo vale” está muy bien para los discursos –vende bien-, pero en la práctica se muestra imposible, porque viviendo en sociedad no todos podemos hacer al mismo tiempo lo que nos apetece. Si a alguien se le ocurre conducir en dirección contraria, espero que otro le detenga a tiempo y no se deje amilanar por el discurso de “es que me apetecía”. El resto de los conductores no veremos en esa decisión un ataque a la libertad ni un abuso de poder.
Hasta los políticos más tolerantes se encuentran de vez en cuando en la tesitura de no poder llevar hasta sus últimas consecuencias sus discursos, y a veces tienen que impedir determinados comportamientos. Si no, que se lo pregunten al Fiscal General, o al Ministro de Justicia (muy callado últimamente: será que en “El Jueves” no hay nadie del PP), o a la Vicepresidenta, que sigue resistiéndose a aceptar la evidencia de que “no todo vale”.
Una sociedad que tiene que divertirse a costa de burlarse o de insultar a los demás no es una sociedad madura. Una sociedad madura no es aquella en la que uno aguanta estoicamente que le insulten, sino aquella que no necesita tolerar estos comportamientos, porque todo el mundo tiene dos dedos de frente como para reconocer que cualquiera, sea príncipe o plebeyo, tiene derecho al buen nombre. Cuando uno no es capaz de distinguir entre la libertad de expresión y el insulto ni sabe autocontrolarse, es responsabilidad del gobernante pararle los pies antes de que cometa una tropelía peor.
En un estado de derecho se espera también del gobernante que aplique la ley sin arbitrariedades, utilizando los mismos criterios para juzgar a unos y otros. Al menos nos aseguramos que el poder se usará con una cierta coherencia, y no según los casos. Porque si el buen nombre de las personas debe respetarse –aun a costa de limitar la libertad de expresión-, también debería ponerse un límite cuando se insulta a las convicciones y a las creencias de las personas.
La misma celeridad con que se ha actuado en estos días debería haberse utilizado en situaciones anteriores, en las que, a veces echando mano de fondos públicos, se han lanzado injurias contra los sentimientos religiosos de la gente. No deja de ser una falta de coherencia, que dice muy poco de quien debería aplicar la ley –o mucho, según se mire-, que se exija más respeto hacia los príncipes de este mundo que hacia aquel que es Rey del universo.
(Publicado en ABC catalunya, 26 junio 2007)

14 junio, 2007

Convicciones y resultados

Max Weber clasificaba la conducta humana según dos lógicas opuestas. La ética de la convicción la siguen aquellos que en su acción se guían por determinados principios; la ética de la responsabilidad es la de aquellos que sólo se fijan en las consecuencias de las acciones.
Este tipo de distinciones me han parecido siempre muy poco realistas. No es cierto que haya quien actúe sin importarle los resultados o haya quienes no tengan en cuenta principios. Los de la ética de la responsabilidad también siguen principios, aunque en su caso el único principio que les importa es valorar los resultados; los de la ética de la convicción también tienen en cuenta los resultados, sólo que entre los resultados incluyen la fidelidad a determinados principios.
En la práctica, en nuestras acciones siempre hay una combinación de principios, intenciones y resultados. La realidad se explica mejor cuando se integran todos estos aspectos que cuando se intentan separar para hacer clasificaciones.
Algo parecido sucede con la responsabilidad social de la empresa. Algunos quieren justificarla como una exigencia de determinados principios, valores o convicciones. Otros en cambio le otorgan una función instrumental: la responsabilidad social sirve para mejorar la cuenta de resultados. Evitemos caer en un inútil pedaleo intelectual y hagamos como Alejandro Magno con el problema del nudo gordiano: sacar la espada y cortar la cuerda.
En la realidad las empresas se interesan por la responsabilidad social por motivos muy variados, algunos de carácter más coyuntural (crisis de reputación, imagen, posicionamiento en el mercado, relaciones públicas) y otros de más convicción (compromiso del propio equipo, principios personales o corporativos). Es más, en la mayoría de los casos habrá un mix de motivos. No pasa nada: nosotros tampoco actuamos siempre con una intención perfecta.
Dos ideas, para ser prácticos y no complicarnos con teorías. Una: cualquier motivo que haga que las empresas se interesen por la responsabilidad social es bueno. ¿También por una razón puramente instrumental? Sí, también. Lo importante es que la burra ande, sea grande o no. La segunda, que matiza la primera: aquellas empresas que no lleguen a las razones más profundas y de compromiso, y se queden en una visión puramente instrumental, acabarán desengañándose: para ellas la responsabilidad social habrá sido sólo una moda.
Se trata de caer en la cuenta que el resultado más importante de nuestras acciones pasa en nuestro interior: cuando actúo responsablemente, yo me hago más responsable. Decía Sócrates que es peor cometer injusticias que sufrirlas, porque el que comete injusticias se vuelve injusto. Convicciones y resultados van siempre juntos. Como decía la mística castellana, “al final de la jornada, el que se salva sabe, y el que no, no sabe nada”.
(Publicado en ABC Catalunya, 13 junio 2007)