18 febrero, 2006

Libertad de insulto

La libertad es una de las características más fundamentales de las personas y uno de sus bienes más preciados. Pero no tenemos asegurado ni que podamos preservar nuestra libertad ni que sepamos usarla siempre bien. Cuando la libertad se usa mal se corrompe, y, como dice el adagio, las cosas mejores, cuando se corrompen, se convierten en las peores.
La libertad puede entenderse de muchas maneras. Hay distintos planos de libertad que conviene no confundir. En un primer nivel hablamos de libertad como ausencia de obstáculos que impiden el movimiento. En este sentido decimos que a alguien se le priva de la libertad cuando se le condena a prisión, o que hay políticas de accesibilidad en las calles o en los medios de transporte para facilitar el libre movimiento de las personas con discapacidades.
Un segundo nivel de libertad se refiere a la posibilidad de llevar a cabo aquello que uno decide hacer. Este es el sentido más habitual de referirnos a la libertad, como cuando decimos que “cada uno tiene derecho a hacer lo que quiera”. Poner la libertad de elección como un absoluto por encima de cualquier otra consideración es una imposibilidad práctica además de una equivocación teórica. Desde que nos levantamos por la mañana, cuando lo que de verdad querríamos sería quedarnos un rato más en la cama, tenemos claro que la libertad no es absoluta y que casi nunca hacemos lo que realmente nos apetece.
Últimamente se ha repetido bastante que “uno es libre para hacer lo que quiera, pero tiene que ser responsable de sus acciones”. Al añadir esa referencia a la responsabilidad lo que se está suponiendo es que la libertad no tiene más límite que valorar la oportunidad de realizar esa acción aquí y ahora. Desde esta lógica una acción será aceptable o no dependiendo únicamente de las circunstancias. La responsabilidad se verá siempre como algo que restringe nuestra libertad: que no nos deja ser todo lo libres que quisiéramos. Se dirá, por ejemplo, que uno es libre de meterse con la madre de su vecino, pero la responsabilidad le lleva a ponderar antes cómo va a reaccionar el vecino: si el vecino va a reaccionar violentamente lo mejor será no decirle nada, pero si el vecino va a aguantar los insultos ¡viva la libertad! Eso es reducir la acción humana a simple oportunismo. Esta forma de justificar la ética de una acción según las circunstancias impide cualquier razonamiento posterior, porque no hay forma de discutir si las consecuencias se han ponderado correctamente. Los que secuestran un avión para estrellarse contra un edificio se sienten perfectamente responsables de lo que hacen, pero no por eso justificamos sus acciones.
La única forma de salir de la paradoja de cómo poner límites a la libertad sin violentarla es aceptar que existe un nivel de libertad que va más allá de la simple libertad de elección. En este tercer nivel, la libertad no es hacer lo que uno quiere, sino actuar de tal forma que uno fortalece sus capacidades y se predispone a una mejor acción en el futuro. Cuando nos movemos en este nivel de libertad decimos, por ejemplo, que cuando aprendemos a hacer cosas que antes no sabíamos cómo hacerlas o cuando nos resulta más fácil hacerlas nos sentimos más libres.
Demasiado a menudo nos olvidamos de que las consecuencias más importantes de nuestras acciones no ocurren hacia fuera sino hacia dentro de nosotros mismos: a través de nuestras acciones nos hacemos mejores o peores. Lo decía Sócrates de una forma muy concisa: “es peor cometer una injusticia que sufrirla, porque el que comete una injusticia se hace injusto”. Hace unos días hablando sobre estas cuestiones me decía un amigo: “Libertad de expresión, sí. Libertad de insulto, no”. Esto es. Insultar a alguien está siempre mal, aunque uno lo haga porque le apetece, o aunque el otro no vaya a responder. Está siempre mal, porque cuando insultamos a alguien nos convertimos en insultadores, hacemos mal uso de la libertad y acabamos corrompiendo aquello que de más noble tenemos.
(Publicado en ABC Cataluña, 15.2.2006)