26 septiembre, 2005

¿Una educación de izquierdas?

Hablaba antes del verano con un amigo sobre la educación. Me decía que había algo que no entendía: si la gran mayoría de los padres quieren llevar a sus hijos a colegios de iniciativa privada, si allí hay menos problemas de orden y de convivencia, si son económicamente más eficientes, si se da una educación igual o superior que en las escuelas públicas, ¿por qué el gobierno se empeña en atacarlos? La respuesta me parecía clara: por ideología.

Digámoslo claro: todos sabemos que la educación es importante. Lo sabían ya los filósofos y los sofistas griegos, lo sabían los que crearon las primeras universidades en la Edad Media, lo sabía el pensamiento liberal, y lo acabaron sabiendo los marxistas cuando se dieron cuenta que el motor de la revolución social no era la economía, sino el control de la cultura.

Lo de la neutralidad de la educación no se lo cree nadie. Si sólo fuese transmitir información, nadie se preocuparía por ella. A través de la educación se transmiten unos valores y una concepción de la vida que influirá en la conducta de las personas en el futuro. Influir en la educación supone un impacto a largo plazo en la sociedad. Pensemos en el desmadre moral de la sociedad actual y si no tendrá algo que ver que quienes están entre los veinte y treinta años se educaron con la reforma educativa del primer gobierno socialista.

En lo que unos y otros difieren es en el modo de dar respuesta a este interés por la educación. La postura liberal dice: “puesto que es importante, dejemos que cada uno decida qué educación quiere que reciban sus hijos”. En cambio, la postura socialista dice: “como es importante, que el Estado decida qué educación se da”. Cuando se pretende que el Estado inculque la misma formación a todo el mundo, a esto se llama adoctrinamiento; y a quienes lo promueven, doctrinarios. La postura liberal puede llegar a ser mala si no se asegura que todo el mundo reciba un cierto nivel de educación; pero la postura socialista es siempre mala, porque ataca la libertad de las personas. ¿Es esa la “educación para la ciudadanía” que nos proponen?

Hace unos días me contaban la situación en una ciudad cercana a Barcelona. Una familia que ha vivido toda la vida en esa ciudad quiso matricular a su hija en el centro de educación primaria donde había estudiado la madre, y que en la actualidad es un centro concertado. Les dijeron que había una lista de espera de treinta y pico familias, que el Departament d’Educació no había contestado a su solicitud de ampliar el ratio de alumnos para acoger a toda la demanda que tenían, y que en cambio sí les habían obligado a reservar un número de plazas para inmigrantes. Después de recorrer varios centros y encontrarse con el mismo panorama, acabaron en un centro público de nueva creación, junto con otras cincuenta familias, la mayoría de ellas en su misma situación. Su hija iba a estudiar en barracones (porque, aunque el Govern prometió acabar con ellos, hoy hay más barracones que hace dos años), la programación del curso no estaba preparada y además les tocaría pagar el comedor y otros extras, porque con las prisas no se había podido destinar los recursos necesarios para el funcionamiento del centro.

Esta es la política educativa del Departament d’Educació: negar a las familias su derecho a la educación de los hijos, ahogar la iniciativa privada, y a cambio imponer un único modelo educativo, ofrecer improvisación, provisionalidad y caos, y ni siquiera respetar la gratuidad de la enseñanza.

La familia fue la batalla del curso pasado y todo parece indicar que la educación lo será del curso que empezamos. Ya es triste que temas tan fundamentales como estos se conviertan en objeto de batalla política, y dice mucho del verdadero talante de quienes nos gobiernan. Ahora que Zapatero nos ha aclarado que dejar de fumar es de izquierdas, uno se pregunta si también será de izquierdas negar los derechos de las personas e imponer la propia ideología. En todo caso quienes creemos en la libertad tendremos que estar activos.

(Publicado en ABC Catalunya, 21 de septiembre de 2005)

01 septiembre, 2005

Historia de dos ciudades

Regreso de unos días de vacaciones en Nueva York. En el avión me ofrecen la prensa nacional. Me vuelvo a encontrar con los problemas locales: la degradación del casco histórico, la violencia en la calle, la suciedad de la ciudad... Surge inevitablemente la comparación.

Aquello de preferir uno correr el riesgo de que le asesinen en el metro de Nueva York que vivir en Moscú, que pronunciara hace unos años un conocido político del país, es ya historia. Hoy Nueva York es una ciudad segura, limpia, llena de turistas, recuperada del cataclismo del atentado de las Torres Gemelas, hará cuatro años dentro de unos días. El setenta por ciento de las entradas de los teatros de Broadway es adquirido por turistas que visitan la ciudad. Las calles, tiendas, museos están a rebosar. La ciudad está limpia. El metro es seguro. Uno puede incluso aventurarse a pasear por Harlem.. Los locales te ponen como ejemplo que Bill Clinton ha instalado su despacho en el barrio. Los taxis amarillos que conocemos por las películas existen en realidad, pero con una plantilla renovada al completo.

Aquí en Barcelona parece que llevamos una dinámica decadente imparable. Nos cuentan que el plan estratégico de la ciudad contempla aprovechar sus ventajas naturales, su clima, su posición geográfica, para atraer turismo, empresas de servicios y actividades económicas que giren en torno a la gestión del conocimiento, la creatividad, el diseño; convertirla en un centro de conexión del Mediterráneo. Todo esto está muy bien, pero difícilmente se conseguirá si no se cuidan estos aspectos básicos para mejorar la calidad de vida que todos estos objetivos requieren. Puro sentido común.

Me cuentan unos conocidos que en pleno mes de julio, después de un paseo nocturno por la zona del Port Olímpic, tuvieron que esperar más de tres horas para conseguir un taxi. El único aliciente de la espera fue el esperpéntico espectáculo de ver como un grupo de jovencitas británicas disfrazadas de conejitos del Playboy que habían venido a una despedida de soltera pasaba en esas tres horas de la euforia de la fiesta a la más ridícula de las descomposturas. Y uno, que nació en la Costa Brava, se acuerda de los desafortunados comentarios de la consellera Tura el pasado verano sobre el turismo de borrachera. No creo que el plan estratégico de la ciudad pase por convertirla en lugar de atracción de desmanes colectivos, ya sea a través de viajes organizados a bajo coste ya sea para grupos con fama de alto poder adquisitivo.

Tampoco creo que pase por la suciedad notoria de la ciudad, que no se reduce ni mucho menos a la Ciutat Vella. Si uno pasea por la zona alta tiene que ir esquivando los excrementos de perro, que denotan de forma más que evidente lo bien alimentados que están y la falta de conciencia cívica de sus propietarios. Ni que haya zonas de la ciudad donde la gente no se atreva a circular por la sensación de inseguridad o para evitar cruzarse con señoras que ofrecen públicamente sus servicios.

¿De qué sirve que la ciudad tenga unas buenas condiciones naturales, si después no se saben gestionar? Una conclusión que va tomando fuerza es que necesitamos un cambio en el gobierno de la ciudad, pero mientras éste llega hay que pedirle al tripartito local que tome medidas concretas, porque una ciudad no se gobierna con proyectos megalómanos ni con bandos libertarios, sino con decisiones eficientes en el día a día.

Después de la inevitable escala en Madrid, llegamos finalmente a Barcelona. Diez minutos de espera dentro del avión porque no han llegado las escalerillas. En la zona de recogida de maletas un señor encuentra en un carrito unos pañales usados. Media hora de cola para conseguir un taxi. El taxista se pasa la mitad del viaje hablando por el walkie-talkie con un compinche sobre no sé qué historias con la parienta. Y uno se consuela tarareando aquello de "I want to wake up in that city that never sleeps. New York, New York".

(Publicado en ABC Catalunya, 31 agosto 2005)