23 junio, 2006

El triunfo de la sinrazón

Acabo de leer un artículo que Bertrand Russell publicó en 1935 titulado “La sublevación contra la razón”. Aunque Bertrand Russell escribía su artículo ante el auge del nazismo, que él consideraba una forma de “sinrazón”, sus comentarios siguen siendo muy actuales.
Dice Russell que la razón -el actuar racional, podríamos decir- se define por tres características: descansa sobre la persuasión y no sobre la fuerza; utiliza argumentos que se tienen por válidos; se vale de la observación y de la inducción todo lo que puede, y de la intuición lo menos posible. Añade Russell que la confianza en la razón exige una cierta comunidad de intereses y puntos de vista entre quienes forman una sociedad, y que, por tanto, cuanto más heterogénea se vuelve una sociedad, más difícil es encontrar supuestos comunes en los que se apoye el diálogo y más difícil se vuelve el discurso racional. Cuando no hay supuestos, la gente sólo puede confiar en sus intuiciones. Y como las intuiciones son distintas para los diversos grupos y no hay cómo justificarlas, se acaba en la contienda y en la política del poder.
Algunas lecciones para nuestros días. El relativismo lleva a la desmembración de la sociedad, porque niega la existencia de unos supuestos comunes, y en consecuencia deja el terreno abonado para que quien tiene el poder abuse de él. Una educación sin valores –neutral o laicista, dirían algunos- no es la solución, sino más bien la causa del problema. Deberíamos esforzarnos por encontrar puntos en común. Que somos distintos es una obviedad carente de todo atractivo intelectual. Lo interesante es encontrar aquellos aspectos que nos unen.
Hacia el final del artículo añade otro interesante comentario. “La concepción de la ciencia entendida como la búsqueda de la verdad –dice- ha desaparecido de la mente de Hitler, de modo que ni siquiera se preocupa por argumentar en contra de ella. Por ejemplo, la teoría de la relatividad se tiene por falsa porque ha sido inventada por un judío. La Inquisición rechazó la doctrina de Galileo porque la consideraba falsa, pero Hitler acepta o rechaza una doctrina según criterios políticos sin traer a cuento la noción de verdad o falsedad”. ¿No nos recuerda esto lo que pasa hoy, cuando los argumentos se aceptan o rechazan dependiendo no de un debate racional sino de la orientación ideológica de quien los sostiene?
Ahora que ha pasado la campaña del referéndum cabe una reflexión: En las conversaciones sobre qué votar, la mayoría de las discusiones tenían sólo un tono político, pero muy poca gente se planteaba su voto en términos morales. Y esto es lo preocupante: que hayamos llegado a tal grado de asepsia que la gente ni siquiera se plantee la dimensión moral de sus acciones.
Una última perla: “La idea de una verdad universal ha sido abandonada; hay una verdad inglesa, una verdad francesa, una verdad alemana, la verdad del Montenegro, y hasta el Principado de Mónaco tiene su verdad. De modo semejante, hay una verdad para el asalariado y otra para el capitalista. Si se pierde la esperanza en una persuasión racional, la única posible decisión entre estas diferentes “verdades” es por medio de la guerra y la rivalidad de una locura propagandística”. Así que “si mientras la razón, siendo impersonal, hace posible la cooperación universal, la sinrazón, puesto que se refiere a pasiones particulares, hace inevitable la contienda. Por esto la racionalidad, entendida como la apelación a un estándar universal e impersonal de verdad, es de suprema importancia para el bienestar de la especie humana, no sólo en épocas donde fácilmente es aceptada, sino también, e incluso con mayor motivo, en esos tiempos menos afortunados en los que se la desprecia y rechaza catalogándola como el sueño vano de aquellos hombres que carecen de la virilidad suficiente para matarse unos a otros cuando no se ponen de acuerdo”.
¡Qué bien iría que en el debate político se dejasen de lado las pasiones y se utilizase la razón! Una cosa es apasionarse y la otra caer en la irracionalidad.
(Publicado en ABC Catalunya, 21 de junio de 2006)

02 junio, 2006

Votar que no

Mañana empieza la campaña para el referéndum, y yo estoy hecho un lío. Me sorprende que la gente ya sepa lo que va a votar, cuando seguramente son muy pocos los que se han leído el texto. No me extrañaría que más de un diputado tampoco se lo hubiese leído. Y sin embargo, nos jugamos mucho con el texto que se somete a votación.
Vaya por delante que pienso que Catalunya es una nación. Pero una cosa es que sea una nación y otra que se conforme como un Estado. Hace años me preguntaba un amigo, medio en serio, medio en broma: “Oye, ¿‘els castellers’ forman parte del ‘fet diferencial’?”. Pues seguramente sí, como tantas otras cosas de nuestra historia y cultura. Nos hemos pasado muchos años reclamando una Europa de las Naciones frente a una Europa de los Estados. No seamos ahora nosotros quienes identifiquemos los dos términos. Una nación no necesariamente implica un Estado.
A mí, la verdad, me preocupa menos el nombre con que me describan que el tipo de sociedad que se vaya a construir. Y ahí es donde entra en juego el famoso título primero, que describe los derechos y por tanto las líneas básicas de nuestra futura convivencia.
Un amigo mío, que tiene una gran habilidad para conciliar posturas opuestas, me dice que lo importante es que los que vengan hagan una interpretación positiva del texto. A mi me recuerda aquella frase que se pone en boca de Romanones: “Dejemos que ellos hagan las leyes, que nosotros haremos los reglamentos”. Dejando de lado el maquiavelismo político que pueda encerrar esa frase, hay un aspecto positivo: se entiende que las leyes cuanto más básicas son más generales deben ser, de forma que las distintas opciones políticas encuentren un espacio dentro de la ley. Pero, ¿qué ocurre cuando las leyes son tan ideológicamente sesgadas que difícilmente permiten interpretaciones dispares? Porque, claro, cuando yo veo que en la página electrónica del Departament de Sanitat hay un dictamen a favor de la eutanasia, me es muy difícil creer que la referencia que se hace en el Estatut a la “muerte digna” se refiera al ensañamiento terapéutico y no a la eutanasia.
Y de ahí surge el lío en el que ando metido. Porque, ¿de qué me sirve a mí que me reconozcan como nación, si la nación que se me ofrece va en contra de los derechos más básicos del ser humano, del derecho a la vida, del derecho a la libertad religiosa,…? ¿De qué sirve a mí que mi dinero se quede aquí, si se va a usar para imponer la ideología de género, para financiar con fondos públicos la eutanasia, para controlar la educación de iniciativa privada?
Así que voy a estar muy a la expectativa durante esta campaña, para ver si quienes están a favor del Estatut me convencen de que mis preocupaciones son infundadas. Mucho me temo, de todas formas, que en estos días sigamos hablando de si se destruye o no la unidad nacional, de si nos quedamos más dinero que antes, o de a quien fastidiamos votando sí o no. En fin, de las cuestiones importantes.
En una cosa sí estoy de acuerdo con los políticos. Nos han pedido que no convirtamos la votación en una muestra de apoyo o castigo a los distintos partidos (con las salvedades habituales, claro), sino que nos ciñamos a dar nuestra opinión sobre el proyecto de Estatut. Esto es lo que haré. Me leeré el texto –al menos el título primero- y pensaré si la Catalunya que ahí se dibuja es la Catalunya que quiero. Y votaré en conciencia, con más independencia que nunca de lo que los partidos me digan. Aunque mucho me temo, que una vez acaba la votación, todos intentarán leer en clave partidista mi voto.
(Publicado en ABC Catalunya, 31 de mayo de 2006)