30 marzo, 2006

Políticos con virtudes

Hablábamos hace unos días en una tertulia radiofónica sobre la confianza que la gente tiene en diversas instituciones sociales. Uno de los contertulios decía que nos fiamos de aquellos que nos resultan cercanos y lo aplicaba a los políticos, diciendo que nos fiamos de los políticos que son como nosotros. Puede que sea así, pero me venía a la cabeza que yo no quiero que los políticos sean como yo, sino mejores que yo.
Quiero que sean más austeros que yo. Porque, si yo un día tengo un capricho, no pasará de los dos ceros, pero si es el político quien tiene un capricho, nos puede costar un fortunón. Además, yo estoy tirando mi dinero, pero él estará malversando el dinero de todos. Y ya se sabe que cuando el dinero no es de uno se gasta mucho más alegremente. Pero no solamente se trata de que sepa administrar el dinero que no es suyo, sino que espero que en su vida privada no estire más el brazo que la manga, porque, si lo hace, me empezaré a preguntar dónde mete el brazo.
Quiero que sean más prudentes que yo. Porque mi ámbito de influencia es pequeño, mis decisiones afortunadamente me afectan a mi y a pocos más, y las consecuencias de lo que hago tienen un impacto controlado. En cambio, las decisiones que toman los políticos tienen un impacto enorme, tanto porque afectan a mucha más gente como porque sus consecuencias se prolongan en el tiempo. Así que me quedo más tranquilo si veo que toman sus decisiones con argumentos ponderados y no al tuntún. Además, yo soy poco original: hago casi siempre las mismas cosas, pequeñas y repetitivas. A base de hábito puedo hacerlas sin pensar. Pero ellos no, ellos toman decisiones muy importantes, siempre nuevas, que exigen un tiempo de reflexión antes de llevarlas a cabo.
Quiero que tengan un sentido de la justicia mayor que el que tengo yo. Si yo a veces me dejo llevar por mis propios intereses, o trato a la gente según me caiga bien o no, ya sé que estoy haciéndolo mal, pero tarde o temprano los demás acabarán pasando de mí y saldré perdiendo, porque el egoísta no tiene otro final que quedarse solo. Pero los políticos tienen el encargo de trabajar por el bien común de la sociedad, tienen la obligación de pensar en el bien de todos y de tratarnos a todos con equidad, es decir, sin dejarse llevar por sus preferencias: es que estos son los que me votan, o son de mi partido, o de mi pueblo, o de mi familia. Cuando meten otras intenciones por medio, acaban cometiendo injusticias como, por ejemplo, extorsionar a los que trabajan para ellos.
Quiero que tengan más coraje que yo. Porque yo a veces puedo dejarme llevar por la pereza o la comodidad para no hacer las cosas que debo. Pero ellos tienen que estar dispuestos a tomar decisiones que a veces no serán bien recibidas o bien entendidas. Si se comportan como las veletas, que se mueven según por donde sopla el viento, y deciden en función de lo que es más fácil, de lo que da más votos, o de lo que mejora la imagen, no estaré nada seguro de que estén gobernando bien, porque la experiencia me dice que lo que vale, cuesta, y no me acabo de creer que con tanta frecuencia lo que se debe hacer coincida con lo que la mayoría quiere.
En resumen, quiero que sean más ejemplares que yo. Porque poca gente se va a fijar en lo que yo haga, así que mi forma de actuar servirá de ejemplo a pocos. Pero ellos son continuamente observados, y todo lo que hagan será ejemplo para muchos, para bien o para mal. Si no son mejores que yo, su ejemplo no me ayudará a ser mejor. Y eso sí que no me proporciona ninguna confianza, ni ningún respeto.
(Publicado en ABC Catalunya, 29.3.2006)

10 marzo, 2006

Los valores de la educación

Asistimos con demasiada frecuencia a episodios de violencia juvenil: amenazas, agresiones físicas, altercados públicos; en las aulas y en la calle; entre compañeros, a familiares, profesores, o desconocidos; para robar, por diversión, o como protesta. La violencia siempre es rechazable, pero si se da entre jóvenes parece especialmente descorazonadora. Sin embargo, no debería extrañarnos.
Nos hemos pasado años educando a los jóvenes, y menos jóvenes, en la cultura del “todo vale”, diciéndoles que cada uno es libre de hacer lo que quiera y que lo importante es ser auténtico: mostrarse como uno es, sin cohibirse ante los estereotipos sociales. Si a eso le sumamos que la juventud es un período de la vida que nos hace un poco más radicales y en la que tenemos menos experiencia para contrastar nuestras acciones, el terreno está perfectamente abonado para que la juventud se tome al pie de la letra lo que le enseñamos, lo lleve a sus últimas consecuencias, y acabe como acaba: los que menos, pasando de todo; los que más, con toda una amplia casuística de vandalismo.
Estos días volverá a discutirse la Ley de Educación. Estaría bien que en vez de pelearnos tanto por quién se encarga de la educación, reflexionásemos sobre su contenido, porque cómo sean los jóvenes el día de mañana dependerá en buena parte de la educación que reciban hoy.
En la empresa se habló durante muchos años de la dirección por objetivos. Después se pasó a la dirección por competencias. Ahora empezamos a referirnos a la dirección por valores. Es importante que las empresas se pregunten qué competencias desarrollan las personas a través de su trabajo, pero la cuestión no puede quedarse ahí, porque el desarrollo de competencias no asegura que esas competencias se utilicen bien. Como decía un colega mío: ¿de qué sirve que alguien sea muy hábil en el manejo de un bisturí si lo utiliza para amenazarme con él mientras me exige que le dé la cartera? O como decía otro: si a la gente le enseñamos muchos idiomas pero no le enseñamos a pensar, para lo único que le servirán los idiomas será para decir tonterías en muchas lenguas.
En la educación no vale con transmitir conocimientos, ni desarrollar habilidades. Es necesario también cultivar unos valores que ayuden a orientar la vida en una dirección que valga la pena. Cuando un presidente de un equipo de fútbol tiene que dimitir porque ha malcriado a sus jugadores, queda claro que no es suficiente con ser hábil con el balón para ser un buen profesional.
Al inicio de este curso el gobierno británico anunciaba un plan para reformar el sistema educativo y centraba su actuación en el fomento de valores como el respeto. Aquí en cambio los grandes objetivos que se plantean nuestros gobernantes son cómo ingeniárselas para acabar con la educación concertada, cómo evitar que los alumnos se traumaticen si suspenden asignaturas (¡como si los que pasamos por los colegios cuando se suspendía estuviésemos todos traumatizados!), cómo imponer una visión de género en la educación, o cómo dar rango de derecho al “hacer pellas”. Ridículo. Si hiciésemos una encuesta entre los padres y profesores, las cuestiones que les quitan el sueño son la falta de autoridad en el aula, la distribución de drogas en los alrededores de los colegios, la gestión de los centros, el nivel de fracaso escolar, y tantos otros problemas que no parecen ser de interés para los políticos.
De todas formas algo parecen atisbar cuando en el redactado de la ley se incluye una “Educación para la ciudadanía”. Lástima que se equivoquen en la solución: ni corresponde al Estado decidir qué valores deben transmitirse, ni una asignatura soluciona el desconcierto moral en el que está inmersa nuestra juventud. Evidentemente tampoco lo solucionarán planes de choque o la creación de observatorios contra la violencia. Los problemas no se solucionan contrarrestando sus efectos, sino atacando sus causas. Y aquí la causa es la falta de una educación en valores.
(Publicado en ABC Cataluña, 8.3.2006)