07 diciembre, 2006

La legalidad como excusa

Habrán observado un fenómeno curioso que ocurre en las carreteras con varios carriles. El carril central suele ir siempre más lleno que el carril de la derecha. Es como si nadie quisiese ir por él. Algunos lo harán por complejos (“es el carril de los lentos y mi coche tira mucho”), otros por comodidad (“así no tengo que ir cambiando de carril para adelantar”). Están en su perfecto derecho: el código de circulación lo permite. Pero lo que sucede es que queda menos espacio para los demás o incluso se provoca que otros adelanten por la derecha, cometiendo una infracción.
Moraleja: para que la sociedad funcione no es suficiente con cumplir la ley. La convivencia social debe tener en cuenta otros parámetros. Veamos más ejemplos recientes.
Ronaldinho marca un gol de fantasía y en un arrebato de entusiasmo se saca la camiseta para celebrar el tanto. Todo el mundo está feliz y pletórico. El árbitro se limita a cumplir la ley: le muestra la tarjeta amarilla porque el reglamento así lo exige. Dicho sea de paso, ya es curioso ese arrebato de puritanismo en una sociedad donde lo de ir tapado no es precisamente lo que más se promueva.
Hace unos días contemplo la escena de un pareja increpando a los de la grúa municipal porque se estaban llevando un coche mal aparcado. Ciertamente estaba mal aparcado, y por tanto los de la grúa estaban en su derecho de llevarse el coche. Pero los que estamos familiarizados con esa zona sabemos que a esas horas y en ese lugar es habitual que los coches aparquen donde no está permitido, por la aglomeración de gente que se produce. Todos nos hemos adaptado, hemos acordado implícitamente nuestras reglas de conducta, y lo aceptamos sin problemas. Todos, excepto los de la grúa, que se limitan a hacer cumplir la ley.
Quizás a muchos les venga a la cabeza otro ejemplo que hemos vivido recientemente de una decisión que siendo perfectamente legal ha generado un sentimiento compartido de traición a la voluntad popular. Pero, como hemos decidido no seguir dándole vueltas al pasado, lo dejo.
Una sociedad necesita leyes, sí, pero una sociedad madura es aquella que es capaz de organizarse más allá de la ley. ¡Ay de aquella sociedad que debe refugiarse en el argumento de “la ley me lo permite”! Si lo usan los ciudadanos, normalmente es la justificación del egoísmo para salirse con la suya. Si lo usan los que deben aplicar la ley, suele ser la falta de sentido común que caracteriza a las sociedades burocratizadas o autoritarias. Cuando el poder se utiliza abusivamente es la forma más rápida de perder autoridad. Pero hemos quedado que no hablaríamos del pasado.
(Publicado en ABC Catalunya, 6 diciembre 2006)

20 noviembre, 2006

Friedman y la RSC

Milton Friedman irrumpió en el mundo de la ética empresarial con un artículo de opinión publicado en el New York Times Magazine en septiembre de 1970. El título de su artículo dejaba clara su postura: “La responsabilidad social de la empresa es incrementar sus beneficios”. Desde entonces, el artículo de Friedman se ha convertido en un referente clásico de una posición muy concreta sobre la ética y la responsabilidad social de las empresas.
Con la perspectiva que da el paso de los años y con los debates a los que estamos asistiendo en estos tiempos sobre la RSC, un análisis del artículo de Friedman no le haría justicia si no intensase ver al mismo tiempo las aportaciones y las limitaciones de su propuesta.
Friedman mostraba su rechazo a la idea de que los directivos de las empresas se dedicasen a gastar los beneficios en actividades filantrópicas. En su opinión esto era ir más allá del mandato que los directivos habían recibido de los accionistas. Para Friedman lo que un directivo debía hacer era procurar el máximo beneficio posible y repartir este beneficio entre los accionistas. Después, estos accionistas harían con ese dinero lo que quisiesen, ayudar a labores filantrópicas o no. Según Friedman la empresa no tenía otra responsabilidad que la de procurar maximizar el beneficio; cualquier otra responsabilidad que se añadiese a ésta sería tergiversar la naturaleza de la empresa y su función social. Eso sí, advertía Friedman, actuando siempre dentro del respeto a las leyes y costumbres.
Hoy en día, cuando corremos el peligro de confundir la responsabilidad social con la acción social, la reflexión de Friedman es pertinente. La responsabilidad social de las empresas no empieza una vez se ha conseguido el beneficio, para ver cómo se reparte este beneficio de una forma equitativa. Esto en ocasiones puede convertirse en una especie de “tranquilizador de conciencias”. La RSC no aparece en la distribución del beneficio sino en la generación del mismo. La primera responsabilidad del directivo (primera, no por ser la más importante sino por ser condición necesaria para otras responsabilidades) es generar valor económico y asegurar la continuidad de la empresa en el tiempo. Lo que hoy les recordaría Friedman a muchas empresas es: “oiga, déjense de tantas labores filantrópicas y dedíquense a hacer bien lo que tienen que hacer”.
Ahora bien, en mi opinión, en lo que se equivocaba Friedman era en tener una visión excesivamente limitada de lo que es una empresa. En primer lugar, Friedman se equivocaba al pensar que los accionistas son los propietarios de la empresa, y a partir de ahí concluir que todas las decisiones que toman los directivos deben orientarse única y exclusivamente a satisfacer los intereses de los accionistas. Los accionistas son propietarios del capital financiero, y como tales tienen una serie de derechos y obligaciones; pero pensar que por el hecho de ser propietario del capital financiero soy propietario de la empresa es confundir la parte con el todo. En la empresa hay otros capitales, con sus derechos y sus deberes, hacia los cuales los directivos también deben responder.
En segundo lugar, se equivocaba al pensar que el beneficio es un signo fiable de que en la empresa se hacen las cosas bien. Cuando una empresa no obtiene beneficios es una señal clara de que hay algo que no se hace bien. Pero la inversa no es cierta: yo puedo obtener beneficios y aun así estar haciendo cosas mal, en ocasiones actuando perfectamente dentro de la ley y las costumbres. ¡Ay de aquellos directivos que sólo se fijen en la cuenta de resultados para determinar si en su empresa se hacen las cosas bien!
En tercer lugar, Friedman se equivocaba al entender de una forma demasiado lineal y simple la cadena de creación de valor en la empresa. No es que “hasta aquí genero valor y a partir de aquí lo distribuyo”, sino que se dan una serie de sinergias que hace que todo se relacione con todo. Mis decisiones filantrópicas influyen también en mi cuenta de resultados. Hoy en día está perfectamente aceptado que estas acciones tienen un impacto en la reputación de la empresa, en la creación de valor de la marca, y en cuanto tales entrarían dentro de lo que Friedman define como responsabilidades del directivo. En términos actuales, es lo que se llama el “business case” de la RSC, es decir, llevar a cabo acciones de RSC por un motivo estrictamente económico.
Pero es que además del “business case” está el “moral case”, y en esto también se equivocaba. En su opinión, el discurso de la RSC suponía cambiar los mecanismos de mercado por mecanismos políticos y, en consecuencia, implicaba la irrupción de una visión socialista en el mundo de la empresa. Ciertamente, hoy también podemos encontrarnos con posturas que tanto desde el entorno empresarial como desde otros grupos de interés (ONGs, sindicatos, medios de comunicación) ven la RSC como un arma arrojadiza para mantener vivo el debate entre los partidarios y los detractores del sistema económico dominante. Sería una lástima que convirtiésemos la RSC en esto, cuando fundamentalmente la RSC es una ocasión para cuestionar un paradigma de empresa que unos y otros aceptan acríticamente. Desde este paradigma de la empresa, como un engranaje más o menos perfecto que produce dinero, la postura de Friedman sería perfectamente coherente y aceptable. Pero precisamente de lo que se trata es de cuestionar este paradigma, y abrirse a una visión de la empresa mucho más compleja y completa.
Si entendemos la empresa como una comunidad de personas que, cada una con sus propios intereses, ponen su esfuerzo para contribuir a la consecución de un objetivo común que persigue la mejora de las sociedades en las que opera, en un entorno de trabajo que favorece el desarrollo de quienes participan en este proyecto, entonces empezaremos a entender que la responsabilidad social de la empresa va más allá de lo que Friedman proponía, aunque podamos comprender y compartir sus temores.
Han pasado treinta y cinco años desde la publicación del artículo de Friedman y el debate sigue abierto. En buena medida porque el paradigma dominante ha demostrado ser más eficiente que otros, pero en buena medida también porque no nos hemos atrevido a salir “fuera de la caja” y pensar la empresa de un modo innovador. La RSC, más allá de iniciativas más o menos exitosas, nos brinda la ocasión para ello.
(Publicado en Expansión, 18 noviembre 2006)

16 noviembre, 2006

Los creyentes y los descreídos

Este pasado lunes el todavía secretario general de Naciones Unidas decía que "el problema no es el Corán, la Torah o la Biblia; el problema nunca es la fe, sino los creyentes, y cómo se comportan los unos con los otros". Supongo que la frase necesita una cierta matización. Al menos por lo que a mi respecta, soy creyente y no me considero un problema.
Quizás convendría repasar de nuevo el discurso de Benedicto XVI en Ratisbona, donde, más allá de una cita anecdótica, se hace un profundo análisis sobre la relación entre razón y fe. Conviene advertir, para ponerlo en contexto, que esta cuestión ha sido tratada en muchas otras ocasiones por el actual Pontífice, y también por Juan Pablo II, que dedicó una Carta Encíclica precisamente a este tema.
En ese discurso, Benedicto XVI quiso poner de manifiesto, desde referencias personales e históricas y desde reflexiones intelectuales, las consecuencias positivas que surgen del encuentro entre razón y fe, ya sea en el plano de las ideas o en el plano de la convivencia social. Y por el contrario, quiso llamar la atención sobre los problemas tanto especulativos como prácticos que se crean al separar estos dos ámbitos.
Hay que advertir, y quiero pensar que ésta es la idea que estaba en el fondo de las palabras de Kofi Annan, sobre el peligro de quienes promueven comportamientos que no son racionales amparándose en un supuesto querer de Dios cuya libertad no estaría vinculada por ninguna idea de verdad o bien. A éstos les recuerda Benedicto XVI que “no actuar según la razón es contrario a la naturaleza de Dios”.
Pero también hay que señalar, y el Papa así lo hace, otros planteamientos que separan la fe y la razón. Unos planteamientos que miran al mundo occidental, donde la fe se relega al ámbito de la moral privada, donde se le niega el estatuto científico para comparecer en el discurso público, o donde, como mucho, se la acepta como un fenómeno cultural y poco evolucionado.
Si se quiere entablar un auténtico diálogo entre culturas lo que hay que hacer no es desterrar a la religión como si fuese un elemento conflictivo, sino reconocer el valor de las tradiciones religiosas de la humanidad como fuente de conocimiento y de convivencia. Como señala Benedicto XVI, las culturas profundamente religiosas del mundo consideran que precisamente esta exclusión de lo divino constituye un ataque a sus convicciones más íntimas.
Una fe que se escapa de la razón puede convertirse en el argumento ideal para justificar una razón que quiere construirse al margen de la fe. Pero las dos están equivocadas. También los descreídos son un peligro para la alianza de civilizaciones.
(Publicado en ABC catalunya, 15 noviembre 2006)

06 octubre, 2006

La verdadera revolución

Recuerdo un profesor de filosofía política que nos decía que las derechas y las izquierdas habían decidido que en vez de pelearse era mucho mejor repartirse el pastel: la derecha se había quedado con la economía y la izquierda con los temas sociales.
Visto de otra forma, más que partidos de derechas y de izquierdas lo que sucede es que los partidos políticos llevan a cabo políticas de derechas en lo económico y políticas de izquierdas en lo social. Más aún en estos tiempos que corren, cuando todos se pelean por este espacio unisex que se ha venido en llamar “centro sociológico”.
Los partidos de derechas, firmes partidarios de una política económica liberal, se sienten obligados a apoyar políticas sociales de un cierto sesgo progresista (a saber a qué llamarán progresista) para dárselas de modernos. Piensan que así atraerán a algún votante de izquierdas, cuando seguramente lo que ocurrirá es que perderán a sus votantes tradicionales.
Los partidos de izquierdas, una vez desvanecido el misticismo de las economías planificadas, se han ido pasando a políticas económicas liberales –más o menos matizadas; en cambio, para justificar su razón de ser de izquierdas cargan las tintas en las políticas sociales.
La economía liberal y el progresismo social son hijos de la modernidad. Por eso se complementan tan bien. El pensamiento moderno supuso la entronización del individualismo en todos los ámbitos. En el ámbito social, el triunfo de una libertad sin más límites que el no molestar al otro. En el ámbito de los valores, la autonomía del sujeto y el relativismo moral. En el ámbito económico, la búsqueda de un bienestar egoísta, más o menos ilustrado. El mismo individuo que para el liberalismo económico decide según sus propios intereses, es el sujeto de deseos que se convierten en derechos para el discurso progresista social. Si el liberalismo acepta en lo económico la mano invisible como moderadora del egoísmo originario, el discurso de izquierdas recurre al consenso para endulzar la dictadura del relativismo. Pero en los dos casos se acaba en una visión miope que no va más allá del propio ombligo y las tres bes que lo rodean: el bolsillo, la barriga y la bragueta. Por ahí nos movemos.
Recuerdo a otro profesor que nos decía que él era socialdemócrata, sólo que para él la socialdemocracia consistía en ser progresista en lo económico –solidario- y ser conservador en lo social –porque no todo vale lo mismo. Eso sí que es revolucionario.
El populismo no es la alternativa al desencanto político en el que estamos inmersos. Es más de lo mismo. Un partido político que construyera su programa sobre la base de una economía solidaria y una sociedad respetuosa con la dignidad humana sí que sería una propuesta radical. Sería una alternativa real, quizás no por mayoritaria, pero sí por diferente.
(Publicado en ABC Catalunya, 4 octubre 2006)

24 agosto, 2006

El peligro de quedarnos pequeños

Estoy pasando unos días de vacaciones en la Sierra de Gredos, a medio camino de Madrid y Ávila. Salir fuera siempre va bien. Le permite a uno desenroscarse la barretina, descubrir que hay gente buena en todas partes, que las peculiaridades no son sólo las locales, oír opiniones distintas a las propias que tienen también su parte de razón.
Decía Newton que somos enanos a hombros de gigantes. El tiempo del que disponemos para conocer las cosas es escaso. Por nosotros mismos podemos llegar muy poco lejos. Pero tenemos la ventaja de que no empezamos de cero, sino que nos anteceden cientos de años y miles de congéneres que han pensado antes que nosotros.
Nos podemos quedar enanos cuando nos encerramos en nuestro mundo, cuando nuestro ámbito de interés se reduce a “los nuestros”. Nos olvidamos que “los nuestros” es la humanidad entera. Más allá de las fronteras que nos queramos marcar, hay gente cuyos problemas también nos tienen que interesar. No sólo por la visión egoísta de pensar que esos problemas tarde o temprano nos afectarán a nosotros, sino porque todo problema humano de algún modo es nuestro problema. Esto se llama solidaridad.
Hace unos años estaba en los Estados Unidos delante de mi ordenador leyendo el correo electrónico, cuando me llega un mensaje de la persona que tenía sentada a mi lado. ¿No le era más fácil decirme directamente lo que me quisiese decir, en vez de mandar un mensaje que dio la vuelta al mundo para acabar a dos palmos de donde había salido? Las tecnologías nos han hecho capaces de abarcar con más facilidad el mundo entero. Nos han puesto el mundo al alcance de la mano, pero no necesariamente nos han hecho más grandes. Nos pueden hacer más pequeños.
Me contaban hace unos días el caso de los Hikikomori. Son jóvenes japoneses que hacen la vida en su habitación. Allí comen, trabajan y se relacionan con el exterior a través de su ordenador o su teléfono móvil. Tienen miedo al mundo y no se quieren enfrentar a él. Se quedan encerrados en las cuatro paredes de su habitación. Esta es la dinámica: primero no salimos de nuestro pueblo, y acabamos por no querer salir ni de nuestra habitación. El estado de bienestar no necesariamente nos engrandece, también nos puede empequeñecer. Tenemos todas las necesidades al alcance de la mano, y eso nos empequeñece. Cuando todo es fácil, la menor dificultad nos apabulla.
Un profesor mío de la universidad decía que para hacer una buena carrera uno tenía que salir de casa, y pasar un poco de frío y un poco de hambre. Universidad significa visión universal, no sólo por los conocimientos adquiridos sino también por encontrarse con gente de todas partes. Hoy ninguna de las dos cosas se da necesariamente. Los estudios son cada vez más especializados, sabemos mucho de cosas cada vez más específicas. Eso también nos empequeñece. Pero es que además uno puede acabar estudiando al lado de casa. Nos volvemos más locales y más pequeños.
Unos años atrás un amigo me hacía notar que en Catalunya no había tradición de grandes empresas industriales y que lo nuestro era más bien el botiguer. Mentalidad de botiguer: preocuparse por el negoci para ir guardando unos ahorros para la vejez. Hoy ni siquiera impera la mentalidad del botiguer, sino la del funcionari de la Generalitat. Se prefiere la seguridad al riesgo, la sopa boba al no dormir. Nos hemos pasado demasiados años quejándonos de lo mal que nos tratan –¡a ver si ahora resultará que antes nos trataban bien! ¡Eso sí que sería revisar la historia!-, nos hemos acostumbrado a echar las culpas fuera, ha sido la excusa para no cuestionarnos si no nos habremos dormido en los laureles.
La mentalidad pequeña nos hace quejicas, nos lleva a encerrarnos en nosotros mismos, nos hace egoístas, nos vuelve comodones, faltos de espíritu crítico hacia lo propio e intolerantes hacia lo ajeno. ¡Hay tantas cosas importantes por hacer!¡Hay tantas cosas buenas por ahí fuera! No nos empequeñezcamos.
(Publicado en ABC Catalunya, 23 agosto 2006)

04 agosto, 2006

Un cambio de paradigma necesario

El fundador del pragmatismo norteamericano, Charles Peirce, decía que la creatividad consiste en observar los elementos que componen una determinada realidad de una forma distinta, descubriendo nuevas relaciones entre ellos. Me parece que es una visión muy realista y, a la vez, muy sugerente de la creatividad. Se trata de usar la imaginación y el ingenio sin perder de vista la base real de las cosas.
Pensemos por ejemplo en la empresa. Los elementos son los que son: capital financiero, trabajo, capacidad de dirección y gestión, grupos interesados en la marcha de la empresa. La imagen típica y tópica de la empresa nos dice que la empresa es propiedad del capital, y que todos los demás elementos giran en torno a buscar la máxima utilidad para el capital. Todos al servicio del capital. Y entonces pasa lo que pasa: todos queremos ganar stock-options; todos queremos invertir en bolsa; todos queremos ser accionistas El lema de la sociedad post-marxista es: “¡Accionistas del mundo, uníos!”
Pero ¿qué ocurriría si buscásemos una nueva relación entre estos elementos? Por ejemplo, podemos pensar la empresa en términos de personas que aportan capital, personas que aportan trabajo, personas que aportan dirección y gestión. La empresa no sería entonces una simple acumulación de recursos que se intentan maximizar, sino un conjunto de personas que se unen para un objetivo común, aportando cada una lo que tiene, y recibiendo un retorno justo a su aportación. Si pensamos la empresa en términos de “comunidad de personas” entonces quizás no sea lo más apropiado pensar que una empresa tiene propietarios. Digámoslo con claridad y con un punto de provocación: Cuando una persona tiene un propietario esta persona es un esclavo. Por eso, Alvaro D’Ors, prestigioso jurista, dijo hace treinta años (y Charles Handy lo ha vuelto a decir de una forma más suave recientemente), que afirmar que la empresa tiene propietario es el último reducto de esclavitud de la era contemporánea.
El capital tiene propietario, y a través de ese capital que aporta a la empresa tiene una serie de derechos: derecho a recibir una rentabilidad atractiva y otros derechos respecto a la gestión de la empresa que puedan definirse por ley. También tiene deberes (no poner en peligro la continuidad de la empresa, utilizar correctamente la información que reciba, compromiso en la gestión de la empresa) que serán distintos según el porcentaje de capital que se posea. Pero también tiene propietario el trabajo, y quien aporta su trabajo a la empresa también tiene derechos y deberes relacionados. Ser propietario del capital no significa necesariamente ser propietario de la empresa: eso es confundir la parte con el todo.
Los elementos son los mismos, pero al mirarlos de forma distinta podemos encontrar nuevas formas de pensar en la empresa. Por ejemplo, ¿qué queremos decir con que “la empresa está para ganar dinero”? La empresa tiene que asegurar su autocontinuidad, pero una cosa es no perder dinero y la otra que todo tenga que orientarse a maximizar el beneficio. Como decía Ben Cohen, uno de los fundadores de Ben & Jerry’s: “No sabes las cosas que puedes llegar a hacer cuando no tienes que preocuparte por maximizar el valor para el accionista”.
Otro ejemplo, ¿por qué hay que preocuparse tanto por alinear los intereses de los partícipes con el interés del accionista? No estamos obligados a tener todos el mismo interés. Cada uno puede estar interesado en trabajar en una empresa por razones muy distintas. Lo que debe unirnos es que haya un objetivo por el que todos estemos dispuestos a colaborar; un objetivo suficientemente amplio que nos “motive” a todos. A mí, particularmente, pensar que tengo que dedicar mis horas de trabajo a maximizar el valor de un señor a quien a veces no conozco (y lo que es peor, quien a veces no tiene el más mínimo interés en conocerme) no me resulta nada atractivo.
Pensemos en los órganos de gobierno de la empresa. ¿Por qué tiene que estar representado sólo el capital? Ha habido experiencias y contextos sociales donde los trabajadores han tenido también responsabilidad de gobierno. Y evidentemente no estoy pensando en inventos colectivistas. En las empresas del mundo germánico existe un consejo social, del que forman parte otros grupos de interés además del capital.
La importancia de la empresa en la sociedad actual reclama una capacidad de respuesta mayor por parte de la empresa a las demandas sociales. Este aumento de responsabilidad pasa por cambiar necesariamente el paradigma de la lógica mercantilista en el que la empresa se ha movido hasta el presente. Una actuación distinta de la empresa no será radicalmente cierta si no supone primero un cambio en cómo pensamos sobre ella. No hace falta inventar cosas nuevas, pero sí hace falta mirarlas con ojos distintos.
Publicado en Noticias.com, el 31 julio 2006

14 julio, 2006

Si tu eres progre, ¡yo más!

Querido progre: Tendrás que reconocer que últimamente andas un tanto alicaído. Ya no sales a las calles, no lees manifiestos, quedan pocas cosas con las que puedas liberar tus pasiones. En cambio, los que según tú no somos progres, nos lo pasamos pipa. Sin ir más lejos, fíjate, el fin de semana pasado, más de un millón de personas en la calle, celebrando algo tan “demodé” como la visita del Papa y defendiendo algo tan carpetovetónico como la familia. Y es que, bien mirado, puestos a ser progre, no hay como ser cristiano. Y si no, al dato.
Dices que ser progre es estar con los débiles. Pues bien, los cristianos estamos con los más débiles de todos: los que ni siquiera han nacido. No se valen por si mismos, ni pagan impuestos, ni votan. Quizás por ello, algunos de tus amigos no tienen el menor reparo en cargárselos, en nombre de los derechos de los que sí les votan.
Ser progre es defender la igualdad. Pues no encontrarás igualdad más radical que la que afirma la visión cristiana, para quien todos somos iguales, porque todos somos hijos de Dios. Una igualdad radical que no necesita refugiarse en cuotas ni inventarse géneros, porque valora a cada uno por lo que es, con independencia de cuál sea su raza, sexo o creencia. Y no me intentes llevar por la vía de la casuística, porque excepciones las hay en todas partes.
Ser progre es mirar al futuro. ¿Quieres más futuro que la eternidad? La diferencia es que para mirar con ilusión al futuro, tú necesitas estar continuamente revisando el pasado, mientras que a un cristiano el pasado le sirve para aprender, perdonar y olvidar.
¿Y la libertad? Pensar que la libertad es hacer lo que uno quiera mientras no moleste a otros es una visión demasiado individualista para un verdadero progre, ¿no crees? Lo progre es pensar que yo soy libre cuando pienso en los demás: porque cuatro ojos ven más que dos, cuatro brazos pueden hacer más cosas que dos. Para ti lo progre es ausencia de compromisos; y sin embargo, lo que de verdad cambia al mundo es sobreponerse a las dificultades para mantener los compromisos. Para ti el divorcio-express es la máxima expresión de la libertad y no te das cuenta de que en el fondo es un empobrecimiento de la persona.
“¡Hay que adaptarse a los tiempos!”. Dos mil años de historia: Si esto no es adaptarse a los tiempos, ya me dirás… La diferencia es que para sobrevivir a los tiempos, tú tienes que estar cambiando continuamente de ideas, porque se te pasan de moda o se demuestran inútiles. En cambio, un cristiano no tiene que cambiar de principios para reconocer lo que de positivo hay en el devenir del hombre y de la historia. Compartimos unos mismos principios, y respetamos el pluralismo en las opciones temporales.
“Ser progre es ser tolerante, respetar las opiniones de todos”. Vale. Por eso es mucho más tolerante discutir sobre las opiniones, sin tener en cuenta quién las sostiene. Si hay una verdad que ni tú ni yo creamos, pero que entre todos intentamos descubrir, nadie impone su verdad a nadie. Se puede ser crítico sobre las opiniones o las conductas, porque se es tolerante con las personas. Pero cuando no hay un punto de referencia imparcial acabamos en tu estrategia, que consiste en descalificar las opiniones según quien las pronuncie. Esto es muy despótico, ¿no te parece? ¿Tengo que aceptar lo que tú dices, simplemente porque lo dice alguien que se califica a sí mismo de progre? ¡Venga hombre!
Esto de justificar cualquier acción poniéndole el calificativo de progre se ha acabado, porque tú no tienes la exclusiva. ¿Que tú eres feminista? Yo más. ¿Que tú eres ecologista? Yo más. ¿Que estás a favor de la libertad?, ¿a favor de la paz?, ¿en contra de las injusticias? Yo más.
Ya ves: mientras tú te has apoltronado, el cristiano tiene que enfrentarse a todo lo políticamente correcto. Para progre, lo cristiano. A partir de ahora, vamos a dejar los clichés a un lado y vamos a hablar –de progre a progre- sobre los contenidos, sin prejuicios. Ya verás qué bien nos lo pasamos.
(Publicado en ABC Catalunya, 12 de julio de 2006)

23 junio, 2006

El triunfo de la sinrazón

Acabo de leer un artículo que Bertrand Russell publicó en 1935 titulado “La sublevación contra la razón”. Aunque Bertrand Russell escribía su artículo ante el auge del nazismo, que él consideraba una forma de “sinrazón”, sus comentarios siguen siendo muy actuales.
Dice Russell que la razón -el actuar racional, podríamos decir- se define por tres características: descansa sobre la persuasión y no sobre la fuerza; utiliza argumentos que se tienen por válidos; se vale de la observación y de la inducción todo lo que puede, y de la intuición lo menos posible. Añade Russell que la confianza en la razón exige una cierta comunidad de intereses y puntos de vista entre quienes forman una sociedad, y que, por tanto, cuanto más heterogénea se vuelve una sociedad, más difícil es encontrar supuestos comunes en los que se apoye el diálogo y más difícil se vuelve el discurso racional. Cuando no hay supuestos, la gente sólo puede confiar en sus intuiciones. Y como las intuiciones son distintas para los diversos grupos y no hay cómo justificarlas, se acaba en la contienda y en la política del poder.
Algunas lecciones para nuestros días. El relativismo lleva a la desmembración de la sociedad, porque niega la existencia de unos supuestos comunes, y en consecuencia deja el terreno abonado para que quien tiene el poder abuse de él. Una educación sin valores –neutral o laicista, dirían algunos- no es la solución, sino más bien la causa del problema. Deberíamos esforzarnos por encontrar puntos en común. Que somos distintos es una obviedad carente de todo atractivo intelectual. Lo interesante es encontrar aquellos aspectos que nos unen.
Hacia el final del artículo añade otro interesante comentario. “La concepción de la ciencia entendida como la búsqueda de la verdad –dice- ha desaparecido de la mente de Hitler, de modo que ni siquiera se preocupa por argumentar en contra de ella. Por ejemplo, la teoría de la relatividad se tiene por falsa porque ha sido inventada por un judío. La Inquisición rechazó la doctrina de Galileo porque la consideraba falsa, pero Hitler acepta o rechaza una doctrina según criterios políticos sin traer a cuento la noción de verdad o falsedad”. ¿No nos recuerda esto lo que pasa hoy, cuando los argumentos se aceptan o rechazan dependiendo no de un debate racional sino de la orientación ideológica de quien los sostiene?
Ahora que ha pasado la campaña del referéndum cabe una reflexión: En las conversaciones sobre qué votar, la mayoría de las discusiones tenían sólo un tono político, pero muy poca gente se planteaba su voto en términos morales. Y esto es lo preocupante: que hayamos llegado a tal grado de asepsia que la gente ni siquiera se plantee la dimensión moral de sus acciones.
Una última perla: “La idea de una verdad universal ha sido abandonada; hay una verdad inglesa, una verdad francesa, una verdad alemana, la verdad del Montenegro, y hasta el Principado de Mónaco tiene su verdad. De modo semejante, hay una verdad para el asalariado y otra para el capitalista. Si se pierde la esperanza en una persuasión racional, la única posible decisión entre estas diferentes “verdades” es por medio de la guerra y la rivalidad de una locura propagandística”. Así que “si mientras la razón, siendo impersonal, hace posible la cooperación universal, la sinrazón, puesto que se refiere a pasiones particulares, hace inevitable la contienda. Por esto la racionalidad, entendida como la apelación a un estándar universal e impersonal de verdad, es de suprema importancia para el bienestar de la especie humana, no sólo en épocas donde fácilmente es aceptada, sino también, e incluso con mayor motivo, en esos tiempos menos afortunados en los que se la desprecia y rechaza catalogándola como el sueño vano de aquellos hombres que carecen de la virilidad suficiente para matarse unos a otros cuando no se ponen de acuerdo”.
¡Qué bien iría que en el debate político se dejasen de lado las pasiones y se utilizase la razón! Una cosa es apasionarse y la otra caer en la irracionalidad.
(Publicado en ABC Catalunya, 21 de junio de 2006)

02 junio, 2006

Votar que no

Mañana empieza la campaña para el referéndum, y yo estoy hecho un lío. Me sorprende que la gente ya sepa lo que va a votar, cuando seguramente son muy pocos los que se han leído el texto. No me extrañaría que más de un diputado tampoco se lo hubiese leído. Y sin embargo, nos jugamos mucho con el texto que se somete a votación.
Vaya por delante que pienso que Catalunya es una nación. Pero una cosa es que sea una nación y otra que se conforme como un Estado. Hace años me preguntaba un amigo, medio en serio, medio en broma: “Oye, ¿‘els castellers’ forman parte del ‘fet diferencial’?”. Pues seguramente sí, como tantas otras cosas de nuestra historia y cultura. Nos hemos pasado muchos años reclamando una Europa de las Naciones frente a una Europa de los Estados. No seamos ahora nosotros quienes identifiquemos los dos términos. Una nación no necesariamente implica un Estado.
A mí, la verdad, me preocupa menos el nombre con que me describan que el tipo de sociedad que se vaya a construir. Y ahí es donde entra en juego el famoso título primero, que describe los derechos y por tanto las líneas básicas de nuestra futura convivencia.
Un amigo mío, que tiene una gran habilidad para conciliar posturas opuestas, me dice que lo importante es que los que vengan hagan una interpretación positiva del texto. A mi me recuerda aquella frase que se pone en boca de Romanones: “Dejemos que ellos hagan las leyes, que nosotros haremos los reglamentos”. Dejando de lado el maquiavelismo político que pueda encerrar esa frase, hay un aspecto positivo: se entiende que las leyes cuanto más básicas son más generales deben ser, de forma que las distintas opciones políticas encuentren un espacio dentro de la ley. Pero, ¿qué ocurre cuando las leyes son tan ideológicamente sesgadas que difícilmente permiten interpretaciones dispares? Porque, claro, cuando yo veo que en la página electrónica del Departament de Sanitat hay un dictamen a favor de la eutanasia, me es muy difícil creer que la referencia que se hace en el Estatut a la “muerte digna” se refiera al ensañamiento terapéutico y no a la eutanasia.
Y de ahí surge el lío en el que ando metido. Porque, ¿de qué me sirve a mí que me reconozcan como nación, si la nación que se me ofrece va en contra de los derechos más básicos del ser humano, del derecho a la vida, del derecho a la libertad religiosa,…? ¿De qué sirve a mí que mi dinero se quede aquí, si se va a usar para imponer la ideología de género, para financiar con fondos públicos la eutanasia, para controlar la educación de iniciativa privada?
Así que voy a estar muy a la expectativa durante esta campaña, para ver si quienes están a favor del Estatut me convencen de que mis preocupaciones son infundadas. Mucho me temo, de todas formas, que en estos días sigamos hablando de si se destruye o no la unidad nacional, de si nos quedamos más dinero que antes, o de a quien fastidiamos votando sí o no. En fin, de las cuestiones importantes.
En una cosa sí estoy de acuerdo con los políticos. Nos han pedido que no convirtamos la votación en una muestra de apoyo o castigo a los distintos partidos (con las salvedades habituales, claro), sino que nos ciñamos a dar nuestra opinión sobre el proyecto de Estatut. Esto es lo que haré. Me leeré el texto –al menos el título primero- y pensaré si la Catalunya que ahí se dibuja es la Catalunya que quiero. Y votaré en conciencia, con más independencia que nunca de lo que los partidos me digan. Aunque mucho me temo, que una vez acaba la votación, todos intentarán leer en clave partidista mi voto.
(Publicado en ABC Catalunya, 31 de mayo de 2006)

27 mayo, 2006

Responsabilidad Social: Ahora toca las finanzas

El pasado 27 de abril el Secretario General de Naciones Unidas, Kofi Annan, fue el encargado de hacer sonar la “opening bell” de la Bolsa de Nueva York. No, no es que Naciones Unidas empezase a cotizar en bolsa. Kofi Annan presentaba ese día los Principios de Inversión Responsable (Principles for Responsible Investment, PRI).
A semejanza de lo que hiciera hace seis años, cuando propuso a los líderes empresariales mundiales reunidos en Davos que se adhiriesen a los nueve (posteriormente diez) principios del Pacto Mundial, Kofi Annan ha querido esta vez buscar el compromiso del mundo financiero.
Durante algo menos de un año un grupo de profesionales de las finanzas representando a una veintena de inversores institucionales de 12 países han estado trabajando, con el apoyo de un grupo de expertos de diversos ámbitos de la sociedad, en la definición de los seis principios de inversión responsable que ahora se han hecho públicos.
Con estos principios se pretende integrar consideraciones medioambientales, sociales y de gobierno en las prácticas y en los procesos de decisión de los inversores institucionales. En la presentación de los principios Kofi Annan señaló que estos principios pretenden ofrecer un marco de trabajo que permita reducir el riesgo en los mercados financieros y plantear los retornos de las inversiones con una visión a más largo plazo.
Los seis principios de inversión responsable que se proponen son:
1. Incorporaremos las cuestiones ambientales, sociales y de gobernanza empresarial (ASG) en los procesos de análisis y adopción de decisiones en materia de inversiones.
2. Haremos nuestras sistemáticamente las cuestiones ASG y las incorporaremos a nuestras prácticas y políticas de identificación.
3. Pediremos a las entidades en que invirtamos que publiquen las informaciones apropiadas sobre las cuestiones ASG.
4. Promoveremos la aceptación y aplicación de los Principios en la industria de las inversiones.
5. Colaboraremos para mejorar nuestra eficacia en la aplicación de los Principios.
6. Nos notificaremos mutuamente nuestras actividades y progresos en la aplicación de los Principios.
La propuesta se completa con una lista de 35 posibles acciones que se ofrecen como medios para la implantación de los principios.
Quienes estén familiarizados con los principios del Pacto Mundial verán las semejanzas entre las dos iniciativas. De hecho la oficina del Pacto Mundial ha sido uno de los dos organismos de Naciones Unidas que han participado en la elaboración de los PRI.
También en este caso la adhesión es voluntaria y no se ha establecido ningún mecanismo sancionador. Los principios cuentan ya con su propia página (www.unpri.org). Seguramente gracias a la experiencia del Pacto Mundial, los PRI nacen con una cierta estructura. Se contemplan tres tipos de firmantes: los propietarios de los activos o entidades que los representan, como por ejemplo los fondos de pensiones; entidades de inversión que actúan como intermediarios en el mercado financiero; y entidades que prestan servicios profesionales. Asimismo se contempla la creación de un secretariado y de un Consejo, que tendrá una presencia mayoritaria de los propietarios de activos.
(Publicado en El Economista, 25 de mayo de 2006)

12 mayo, 2006

Decir que no

Decir que no cuesta. Corres el peligro de que la gente no te entienda y se enfade. Vende poco. Los mensajes en positivo son siempre más atractivos. Es más fácil decir a todo que sí. Contentar a todos. Darle a todo el mundo lo que pida. Es más fácil, pero no necesariamente es lo más conveniente.
Un principio básico de la acción humana dice que cualquier cosa que hacemos es porque vemos en ella algo bueno. Lo que ocurre es que no todos tenemos la misma percepción de lo que es bueno. Cuando alguien estrella un avión contra un edificio, acuchilla a su pareja o comete una extorsión lo hace, aunque a primera vista nos resulte difícil entenderlo, porque ve algo bueno en ello.
No podemos quedarnos en un simple análisis de las consecuencias para analizar la calidad ética de una acción. Primero, porque hay más efectos aparte de los que a uno le interesa ver. Claro que aprovecharme del cargo público para enriquecerme tiene efectos buenos, pero también hay efectos malos. Claro que si me zarandean en una manifestación puedo utilizar mi poder para pedir detenciones, y las habrá, pero habrá también efectos malos.
Hay que mirar todas las consecuencias. Pero hay que ir un paso más lejos, y entender que hay acciones que nunca pueden hacerse, a pesar de que haciéndolas puedan seguirse algunos efectos buenos. Y eso es así, porque los seres humanos tenemos una forma de ser, una naturaleza, que no acepta que se le haga cualquier cosa. Tampoco es que en eso seamos muy originales. Cuando las máquinas no se utilizan como se debe, se estropean; cuando el medio ambiente no se respeta, se estropea. ¿No va a estropearse el ser humano cuando lo tratamos como no debemos? No tenemos que fijarnos sólo en las consecuencias de lo que hacemos, sino también en los principios de cómo somos.
Ya sé que otorgarles a los monos los mismos derechos que a los seres humanos puede tener efectos positivos para ellos (¡que no se fíen!), pero antes hay que tener en cuenta la radical diferencia de la especie humana, que no permite que, por más animales que a veces seamos, se nos equipare con otros seres vivos. Ya sé que destrozar a un embrión puede aportar avances para la ciencia (hay alternativas igualmente efectivas y menos agresivas), pero antes hay que respetar la vida humana. Ya sé que morirse puede significar dejar de sufrir, pero una cosa es que uno se muera y otra que a uno le maten. Y no vale buscar eufemismos para acallar las conciencias. No se trata de “morir dignamente” sino de “proporcionar una vida digna”, aun en las condiciones más dolorosas.
¿Hay muchas de esas acciones a las que hay que decir siempre no? No, no son muchas. Si hay un tipo de acciones donde el no es claro es en todas aquellas que tengan que ver con el respeto a la vida humana. Es uno de los bienes fundamentales del ser humano, y como tal debe respetarse, por principio, sin que algunos efectos buenos nos hagan perder la visión global de lo que está en juego.
Decir que no cuesta. Lo saben bien quienes son padres y tienen que decir a veces que no. Pero saben también que ese “no” es tremendamente positivo. Se trata de proteger algo que es valioso. Cuando el “no” se utiliza para controlar cuestiones opinables se cae en el abuso de poder. Cuando se trata de proteger bienes fundamentales (la vida, la libertad, la verdad, la justicia), hay que decir un no claro y fuerte.
La ética, como cualquier ciencia, tiene sus axiomas, que no pueden demostrarse, sino tan sólo mostrarse. El axioma principal de la ética es “haz el bien, y evita el mal”. Hay acciones que nunca pueden ser buenas, aunque puedan tener algún efecto bueno. Discernir cuáles son esas acciones es cuestión de sentido común. Decía Aristóteles que cuando uno maltrata a su madre no necesita argumentos, sino un buen azote. Una sociedad que no sepa discernir cuáles son esas acciones está perdiendo el sentido común. Aunque la mona se vista de seda, mona se queda.
(Publicado en ABC Catalunya, 10 mayo 2006)

10 mayo, 2006

Entendido. Y ahora, ¿qué hago?

“De acuerdo. Me has convencido. Después de oíros hablar tanto de responsabilidad social, o como le llaméis a eso, lo acepto: tengo que ser socialmente responsable. Venga. Y ahora, ¿qué hago?”
Esa es la gran pregunta y la gran batalla que tenemos por delante. Podemos seguir dándole vueltas a la necesidad de la RSC, a que no es sólo una cuestión de imagen, sino de compromiso. Podemos seguir discutiendo si tiene que ser voluntaria o si tiene que regularse. Y deberemos seguir haciéndolo, porque como los expertos de la comunicación nos explican, hay que repetir el mismo mensaje muchísimas veces. Y aun así todavía hay quien no se entera. Si además el producto que hay que vender no tiene un atractivo así como muy inmediato que digamos, pues con más motivo hay que seguir hablando.
Pero, podemos decir que más o menos esta fase la hemos cubierto suficientemente. La que viene a continuación es más complicada. Se trata de pasar de las palabras a los hechos. Ya se sabe que diseñar estrategias es fácil. Los papeles todo lo aguantan. Lo difícil es pasar a la implantación: demostrar que aquello que decimos que debe hacerse, puede de hecho hacerse.
¿Que qué hago? Pues para empezar tienes que nombrar a alguien que se responsabilice de estos temas. Ojo, no se trata de que sea el único socialmente responsable, sino que sea el que se encargue de velar por que en la empresa se vivan las políticas de responsabilidad social.
“¡Un momento! ¿A ver, si te entiendo? Me estás diciendo que nada más empezar tengo que contar con una nueva nómina? ¿Todavía no he hecho nada y ya me toca pagar?”
Sí, claro. Puede que eso de ser socialmente responsable sea rentable, pero de entrada te cuesta. Si te sirve de consuelo, tómatelo como una inversión en vez de un gasto. Y no me vengas con eso de unirlo a otro puesto que ya existe. Si no, es que no te lo has acabado de creer. Y tampoco me vengas con aquello de que es un tema tan importante que debe ser asumido por la dirección general. Es verdad que es importante, y es verdad que la dirección general debe estar comprometida con el tema, pero dejarle a ella la gestión es tanto como guardarlo en el olvido.
Pero, sigamos. Tienes que definir la misión y los valores de tu empresa. Es decir, plantearte el para qué de lo que haces. En este para qué tiene que estar muy presente el sentido de tu responsabilidad social. No me vengas con eso de “quiero ser el líder”. Tiene que estar muy claramente formulado, ser bien concreto y pensado para tu empresa. No vale con que uses cuatro generalidades copiadas de aquí y allá.
“O sea. Como si no tuviese ya bastante trabajo, ahora vas y me dices que tengo que dedicarme a pensar sobre para qué hago las cosas”. Sí, y además no sólo tú, sino que tendrás que trabajarlo con tu equipo directivo, y darle varias vueltas, porque estas cosas no se deciden en cinco minutos y tienen que ser duraderas.
Pero es que además tendrás que empezar a trabajar en documentos que concreten estos valores y que les den referencias a tus empleados sobre cómo deben actuar. Y seguramente esto te exigirá hacer algún estudio –no le llames auditoría, si te asusta la palabra-, para ver cómo se viven en la práctica estos valores y cuáles son las cuestiones conflictivas que surgen más a menudo. Tendrás que establecer mecanismos para que puedan preguntar, y tendrás que darles formación sobre todas estas cuestiones.
“Ya estamos, formación. Más gastos”. Claro. ¿No les das formación en otros aspectos? Si te gastas dinero para que aprendan inglés, ¿no te lo vas a gastar para que actúen de forma responsable? Y si no lo tienes claro, deberemos volver al inicio de la conversación.
Pero ahora viene lo mejor. Tendrás que ponerte a revisar todos tus procesos, la cadena de valor, y ver cómo se ajustan a esta responsabilidad social de la que te dices tan convencido. Tendrás quizás que renunciar a ciertas prácticas, cambiar los sistemas de incentivos, establecer nuevos criterios de compras, escuchar un poco más a la sociedad. Tendrás que pensar en innovar para llegar a gente que no tiene acceso a tus productos, o para ofrecer nuevos servicios que tengan un mayor impacto social. Y tendrás que buscar formas de medir y controlar todos estos temas, y tendrás que informar, y tendrás que…
“Bueno, bueno, bueno. Esto me lo dices porque soy grande. Si fuese una pyme no me apretarías tanto”. No. Te lo digo porque eres empresario. Siendo grande tienes más capacidad de hacer cosas, y también más responsabilidad. Es verdad que hay mucho trabajo por hacer para que las pymes se impliquen también en la RSC, y habrá aspectos concretos de implantación que habrá que adaptarlos a sus posibilidades. Pero en cuanto a los principios, la exigencia es la misma.
“Sabes qué. Como veo que hay muchas más cosas para hacer de las que creía, déjame que lo piense, y ya volveremos a hablar”.
Muchos buenos propósitos acaban con un “déjame que lo vuelva a pensar”. Ya está bien que queramos pensar las cosas. Ya está bien que sintamos el compromiso que supone embarcarse en la RSC. Pero sería una lástima que tanto esfuerzo quedase en nada. Este es el gran reto que tienen hoy las empresas de nuestro país: pasar de las palabras a los hechos.
(Publicado en Expansión, 9 mayo 2006)

21 abril, 2006

Exceso de responsabilidad

En los últimos tiempos se discute mucho sobre si la responsabilidad social es una moda. A mi me parece que no. Más bien creo que es una necesidad. Ahora, lo que sí es una moda es hablar y escribir sobre el tema. Las comisiones, grupos de trabajo, conferencias, reuniones, seminarios, foros de expertos que se convocan para discutir sobre la responsabilidad social de las empresas crecen como las setas. ¡Ya me gustaría encontrar tantas setas! No seré yo quién diga que no está bien: al fin y al cabo vivo de eso. Pero a veces me asalta la duda de si tendremos tantas cosas nuevas que decir.
En todas estas iniciativas al final acabamos haciendo una lista de cosas que hay que pedirle a la empresa. Así reducimos la responsabilidad social a un listado de agravios, problemas o antojos que esperamos que las empresas nos resuelvan. Cada nueva propuesta, por querer ser original, se ve en la obligación de añadir una nueva demanda a la lista, y entramos en una carrera desenfrenada por ver quién pide más.
De acuerdo. Las empresas no son especialmente rápidas en reaccionar. No es que vayan por delante de los cambios sociales, como sí lo hacen cuando se trata de innovar, crearnos necesidades, ofrecernos nuevos productos y servicios. Seguramente tampoco les corresponda a ellas provocar esos cambios sociales. Pero hay que reconocer que, una vez se les hace ver que existe algún problema, su disposición a solucionarlo es buena, entre otras razones porque son conscientes que les conviene tener a favor a quienes les dan de comer.
Así que ya va bien que las empresas tengan interlocutores que les avisen de las cosas que no funcionan. Ya va bien que se les recuerde que su responsabilidad social va más allá de generar un valor económico añadido con su actividad. Pero, ¿no nos estaremos pasando de la raya?
Hace unos años quizás el problema podía ser que las empresas tuviesen una cierta miopía a la hora de ver el impacto de su acción y pensasen que eran responsables cumpliendo las leyes y pagando sus impuestos. Hoy desde luego el problema no será de miopía, sino más bien de hipertrofia, es decir, que empecemos a cargar sobre las espaldas de las empresas unas responsabilidades que no les corresponden solucionar sólo a ellas.
No hay nada que provoque más unión que tener un enemigo común contra quién luchar. Pero sería un error pensar que la empresa es el enemigo común. No digo que las empresas no tengan responsabilidad en algunos de los problemas que afectan a nuestra sociedad. ¿Y quién no? Lo que sí está claro es que sin la colaboración de las empresas estos problemas no se podrán solucionar. Así que sería bueno empezar a verlas no como un enemigo, sino como un aliado.
Recuerdo a un buen profesor y amigo que nos recomendaba que siempre que hiciésemos una lista de cosas que no nos gustaban sobre alguien, hiciésemos también al lado una lista de cosas positivas. Al hacer las dos listas asegurábamos un mínimo de objetividad en nuestra opinión. A veces me parece que con las empresas hacemos sólo una lista, y cada vez más larga. ¿Por qué no hacemos la otra? ¿Por qué además de la lista de deberes no hacemos también la lista de derechos? Sería hora de que, además de pedirle a la empresa que cumpla con su responsabilidad social, empezásemos también a pedir una cierta responsabilidad empresarial a los otros agentes sociales.
Está bien que las instituciones públicas, los organismos internacionales, las organizaciones no gubernamentales se preocupen por la responsabilidad social de las empresas. Pero sería más efectivo si empezasen por dar ejemplo y se aplicasen ellos mismos todas esas demandas. ¿Es que los ayuntamientos, sindicatos, entes públicos, partidos políticos, ONGs son ejemplares en sus responsabilidades hacia la sociedad? No les vendría mal alguna clase sobre el tema. Y no lo digo por que yo viva de eso.
(Publicado en ABC Catalunya, 19 abril 2006)

30 marzo, 2006

Políticos con virtudes

Hablábamos hace unos días en una tertulia radiofónica sobre la confianza que la gente tiene en diversas instituciones sociales. Uno de los contertulios decía que nos fiamos de aquellos que nos resultan cercanos y lo aplicaba a los políticos, diciendo que nos fiamos de los políticos que son como nosotros. Puede que sea así, pero me venía a la cabeza que yo no quiero que los políticos sean como yo, sino mejores que yo.
Quiero que sean más austeros que yo. Porque, si yo un día tengo un capricho, no pasará de los dos ceros, pero si es el político quien tiene un capricho, nos puede costar un fortunón. Además, yo estoy tirando mi dinero, pero él estará malversando el dinero de todos. Y ya se sabe que cuando el dinero no es de uno se gasta mucho más alegremente. Pero no solamente se trata de que sepa administrar el dinero que no es suyo, sino que espero que en su vida privada no estire más el brazo que la manga, porque, si lo hace, me empezaré a preguntar dónde mete el brazo.
Quiero que sean más prudentes que yo. Porque mi ámbito de influencia es pequeño, mis decisiones afortunadamente me afectan a mi y a pocos más, y las consecuencias de lo que hago tienen un impacto controlado. En cambio, las decisiones que toman los políticos tienen un impacto enorme, tanto porque afectan a mucha más gente como porque sus consecuencias se prolongan en el tiempo. Así que me quedo más tranquilo si veo que toman sus decisiones con argumentos ponderados y no al tuntún. Además, yo soy poco original: hago casi siempre las mismas cosas, pequeñas y repetitivas. A base de hábito puedo hacerlas sin pensar. Pero ellos no, ellos toman decisiones muy importantes, siempre nuevas, que exigen un tiempo de reflexión antes de llevarlas a cabo.
Quiero que tengan un sentido de la justicia mayor que el que tengo yo. Si yo a veces me dejo llevar por mis propios intereses, o trato a la gente según me caiga bien o no, ya sé que estoy haciéndolo mal, pero tarde o temprano los demás acabarán pasando de mí y saldré perdiendo, porque el egoísta no tiene otro final que quedarse solo. Pero los políticos tienen el encargo de trabajar por el bien común de la sociedad, tienen la obligación de pensar en el bien de todos y de tratarnos a todos con equidad, es decir, sin dejarse llevar por sus preferencias: es que estos son los que me votan, o son de mi partido, o de mi pueblo, o de mi familia. Cuando meten otras intenciones por medio, acaban cometiendo injusticias como, por ejemplo, extorsionar a los que trabajan para ellos.
Quiero que tengan más coraje que yo. Porque yo a veces puedo dejarme llevar por la pereza o la comodidad para no hacer las cosas que debo. Pero ellos tienen que estar dispuestos a tomar decisiones que a veces no serán bien recibidas o bien entendidas. Si se comportan como las veletas, que se mueven según por donde sopla el viento, y deciden en función de lo que es más fácil, de lo que da más votos, o de lo que mejora la imagen, no estaré nada seguro de que estén gobernando bien, porque la experiencia me dice que lo que vale, cuesta, y no me acabo de creer que con tanta frecuencia lo que se debe hacer coincida con lo que la mayoría quiere.
En resumen, quiero que sean más ejemplares que yo. Porque poca gente se va a fijar en lo que yo haga, así que mi forma de actuar servirá de ejemplo a pocos. Pero ellos son continuamente observados, y todo lo que hagan será ejemplo para muchos, para bien o para mal. Si no son mejores que yo, su ejemplo no me ayudará a ser mejor. Y eso sí que no me proporciona ninguna confianza, ni ningún respeto.
(Publicado en ABC Catalunya, 29.3.2006)

10 marzo, 2006

Los valores de la educación

Asistimos con demasiada frecuencia a episodios de violencia juvenil: amenazas, agresiones físicas, altercados públicos; en las aulas y en la calle; entre compañeros, a familiares, profesores, o desconocidos; para robar, por diversión, o como protesta. La violencia siempre es rechazable, pero si se da entre jóvenes parece especialmente descorazonadora. Sin embargo, no debería extrañarnos.
Nos hemos pasado años educando a los jóvenes, y menos jóvenes, en la cultura del “todo vale”, diciéndoles que cada uno es libre de hacer lo que quiera y que lo importante es ser auténtico: mostrarse como uno es, sin cohibirse ante los estereotipos sociales. Si a eso le sumamos que la juventud es un período de la vida que nos hace un poco más radicales y en la que tenemos menos experiencia para contrastar nuestras acciones, el terreno está perfectamente abonado para que la juventud se tome al pie de la letra lo que le enseñamos, lo lleve a sus últimas consecuencias, y acabe como acaba: los que menos, pasando de todo; los que más, con toda una amplia casuística de vandalismo.
Estos días volverá a discutirse la Ley de Educación. Estaría bien que en vez de pelearnos tanto por quién se encarga de la educación, reflexionásemos sobre su contenido, porque cómo sean los jóvenes el día de mañana dependerá en buena parte de la educación que reciban hoy.
En la empresa se habló durante muchos años de la dirección por objetivos. Después se pasó a la dirección por competencias. Ahora empezamos a referirnos a la dirección por valores. Es importante que las empresas se pregunten qué competencias desarrollan las personas a través de su trabajo, pero la cuestión no puede quedarse ahí, porque el desarrollo de competencias no asegura que esas competencias se utilicen bien. Como decía un colega mío: ¿de qué sirve que alguien sea muy hábil en el manejo de un bisturí si lo utiliza para amenazarme con él mientras me exige que le dé la cartera? O como decía otro: si a la gente le enseñamos muchos idiomas pero no le enseñamos a pensar, para lo único que le servirán los idiomas será para decir tonterías en muchas lenguas.
En la educación no vale con transmitir conocimientos, ni desarrollar habilidades. Es necesario también cultivar unos valores que ayuden a orientar la vida en una dirección que valga la pena. Cuando un presidente de un equipo de fútbol tiene que dimitir porque ha malcriado a sus jugadores, queda claro que no es suficiente con ser hábil con el balón para ser un buen profesional.
Al inicio de este curso el gobierno británico anunciaba un plan para reformar el sistema educativo y centraba su actuación en el fomento de valores como el respeto. Aquí en cambio los grandes objetivos que se plantean nuestros gobernantes son cómo ingeniárselas para acabar con la educación concertada, cómo evitar que los alumnos se traumaticen si suspenden asignaturas (¡como si los que pasamos por los colegios cuando se suspendía estuviésemos todos traumatizados!), cómo imponer una visión de género en la educación, o cómo dar rango de derecho al “hacer pellas”. Ridículo. Si hiciésemos una encuesta entre los padres y profesores, las cuestiones que les quitan el sueño son la falta de autoridad en el aula, la distribución de drogas en los alrededores de los colegios, la gestión de los centros, el nivel de fracaso escolar, y tantos otros problemas que no parecen ser de interés para los políticos.
De todas formas algo parecen atisbar cuando en el redactado de la ley se incluye una “Educación para la ciudadanía”. Lástima que se equivoquen en la solución: ni corresponde al Estado decidir qué valores deben transmitirse, ni una asignatura soluciona el desconcierto moral en el que está inmersa nuestra juventud. Evidentemente tampoco lo solucionarán planes de choque o la creación de observatorios contra la violencia. Los problemas no se solucionan contrarrestando sus efectos, sino atacando sus causas. Y aquí la causa es la falta de una educación en valores.
(Publicado en ABC Cataluña, 8.3.2006)

18 febrero, 2006

Libertad de insulto

La libertad es una de las características más fundamentales de las personas y uno de sus bienes más preciados. Pero no tenemos asegurado ni que podamos preservar nuestra libertad ni que sepamos usarla siempre bien. Cuando la libertad se usa mal se corrompe, y, como dice el adagio, las cosas mejores, cuando se corrompen, se convierten en las peores.
La libertad puede entenderse de muchas maneras. Hay distintos planos de libertad que conviene no confundir. En un primer nivel hablamos de libertad como ausencia de obstáculos que impiden el movimiento. En este sentido decimos que a alguien se le priva de la libertad cuando se le condena a prisión, o que hay políticas de accesibilidad en las calles o en los medios de transporte para facilitar el libre movimiento de las personas con discapacidades.
Un segundo nivel de libertad se refiere a la posibilidad de llevar a cabo aquello que uno decide hacer. Este es el sentido más habitual de referirnos a la libertad, como cuando decimos que “cada uno tiene derecho a hacer lo que quiera”. Poner la libertad de elección como un absoluto por encima de cualquier otra consideración es una imposibilidad práctica además de una equivocación teórica. Desde que nos levantamos por la mañana, cuando lo que de verdad querríamos sería quedarnos un rato más en la cama, tenemos claro que la libertad no es absoluta y que casi nunca hacemos lo que realmente nos apetece.
Últimamente se ha repetido bastante que “uno es libre para hacer lo que quiera, pero tiene que ser responsable de sus acciones”. Al añadir esa referencia a la responsabilidad lo que se está suponiendo es que la libertad no tiene más límite que valorar la oportunidad de realizar esa acción aquí y ahora. Desde esta lógica una acción será aceptable o no dependiendo únicamente de las circunstancias. La responsabilidad se verá siempre como algo que restringe nuestra libertad: que no nos deja ser todo lo libres que quisiéramos. Se dirá, por ejemplo, que uno es libre de meterse con la madre de su vecino, pero la responsabilidad le lleva a ponderar antes cómo va a reaccionar el vecino: si el vecino va a reaccionar violentamente lo mejor será no decirle nada, pero si el vecino va a aguantar los insultos ¡viva la libertad! Eso es reducir la acción humana a simple oportunismo. Esta forma de justificar la ética de una acción según las circunstancias impide cualquier razonamiento posterior, porque no hay forma de discutir si las consecuencias se han ponderado correctamente. Los que secuestran un avión para estrellarse contra un edificio se sienten perfectamente responsables de lo que hacen, pero no por eso justificamos sus acciones.
La única forma de salir de la paradoja de cómo poner límites a la libertad sin violentarla es aceptar que existe un nivel de libertad que va más allá de la simple libertad de elección. En este tercer nivel, la libertad no es hacer lo que uno quiere, sino actuar de tal forma que uno fortalece sus capacidades y se predispone a una mejor acción en el futuro. Cuando nos movemos en este nivel de libertad decimos, por ejemplo, que cuando aprendemos a hacer cosas que antes no sabíamos cómo hacerlas o cuando nos resulta más fácil hacerlas nos sentimos más libres.
Demasiado a menudo nos olvidamos de que las consecuencias más importantes de nuestras acciones no ocurren hacia fuera sino hacia dentro de nosotros mismos: a través de nuestras acciones nos hacemos mejores o peores. Lo decía Sócrates de una forma muy concisa: “es peor cometer una injusticia que sufrirla, porque el que comete una injusticia se hace injusto”. Hace unos días hablando sobre estas cuestiones me decía un amigo: “Libertad de expresión, sí. Libertad de insulto, no”. Esto es. Insultar a alguien está siempre mal, aunque uno lo haga porque le apetece, o aunque el otro no vaya a responder. Está siempre mal, porque cuando insultamos a alguien nos convertimos en insultadores, hacemos mal uso de la libertad y acabamos corrompiendo aquello que de más noble tenemos.
(Publicado en ABC Cataluña, 15.2.2006)

27 enero, 2006

Mayorías y minorías

De vez en cuando se levantan algunas voces críticas sobre el papel de los partidos minoritarios en las democracias parlamentarias. Seguramente estos días volverá a escucharse la consabida queja de cómo se puede aceptar que una minoría imponga a los demás lo que deben hacer. Pero también se suele oír el argumento de que las mayorías son malas para el correcto funcionamiento del sistema democrático. Entonces, ¿en qué quedamos? Si las minorías son malas y las mayorías también, ¿qué hacemos? La queja sobre las minorías puede ser sincera, aunque a mi modo de ver equivocada; la frase sobre las mayorías no deja de ser políticamente correcta, aunque tenga algo de verdad.
Vayamos por partes. Lo que todos los partidos quieren es tener mayoría suficiente para aplicar sus programas de gobierno. Yo no recuerdo a ningún candidato que en plena campaña electoral dijese: “Votadme, pero no mucho, porque no quiero sacar mayoría”. Todos piden y buscan la mayoría. Es lógico que así sea, porque, tal como está concebido el sistema, para gobernar se requiere una mayoría parlamentaria. Cuando una fuerza política no tiene por si sola esa mayoría debe buscar votos de otras fuerzas políticas hasta alcanzar la mayoría suficiente. Es entonces cuando los partidos minoritarios adquieren una relevancia que por su número de votos no tendrían. Tienen la llave de la gobernabilidad, y eso les da un poder enorme, que tienen la obligación de utilizar bien.
A veces las circunstancias pueden ponerle a uno en una situación que no esperaba y tener que asumir la responsabilidad de utilizar bien ese poder. Porque el poder puede usarse mal. Las mayorías pueden abusar del poder que tienen, es cierto. Pero también las minorías pueden abusar de su poder. Una sociedad es más libre cuánto más respetuosa es hacia las minorías. Pero no confundamos el respeto a las minorías con pensar que todo lo que las minorías piden es aceptable, del mismo modo que no hay que pensar que todo lo que diga una mayoría sea bueno, por el hecho mismo de que lo diga la mayoría. El problema no es de mayorías o minorías, sino de utilizar bien el poder que en cada momento se tiene.
¿Hay algún criterio que sea más imparcial que un simple factor numérico para distinguir cómo se usa el poder? Sí. Que el poder se utilice a favor del conjunto de la sociedad, que no siempre coincide ni con lo que la mayoría elige ni con lo que la minoría reclama. Cuando no se gobierna pensando en el bien común de la sociedad se acaba gobernando a favor del propio interés, ya sea individual o de un determinado grupo. Abusa del poder quien lo utiliza para buscar su propio interés a expensas de lo que es bueno para todos. Eso tanto pueden hacerlo las mayorías como las minorías. De hecho en estos treinta años hemos tenido ejemplos de mayorías que han gobernando pensando en el bien común de la sociedad y ejemplos de minorías que han contribuido a la mejora de la sociedad en su conjunto. También hemos tenido mayorías que han abusado del poder para imponer sus puntos de vista, y minorías que han aprovechado su posición para pensar sólo en sus propios intereses.
Por tanto, equivocaríamos el debate si lo planteásemos en términos de mayorías y minorías. El debate debe plantearse en términos de qué alternativas colaboran a mejorar la sociedad. Una discusión en términos de “tú no tienes derecho a hablar porque eres pequeño” no lleva a ninguna parte. Es más, empobrece a la sociedad y reduce la libertad. El debate no es entre mayorías y minorías sino entre gobernar en función del bien común o a favor de los propios intereses. Por supuesto, la solución no es, como algunos pretenden, silenciar a las minorías y cambiar las reglas de juego para dejarlas sin representación. En todo caso, quienes deberían quedarse fuera serían quienes están en la política para satisfacer sus propios intereses. Las minorías no son necesariamente las egoístas. Al menos, no todas. Al menos, no siempre.
(Publicado en ABC Cataluña, 25.1.2006)

09 enero, 2006

Libertad limitada

Tenemos que agradecer al Consell de l’Audiovisual de Catalunya que nos haya aclarado que los derechos y libertades de los individuos tienen ciertos límites. Antes si uno decía que había cosas que no se podían decir o que no se podían hacer era inmediatamente calificado de carca y retrógrado. Lo progre era estar a favor de una libertad sin límites. Ahora gracias al CAC se acaba de dar un marchamo de progresismo a la postura de que no todo puede hacerse en nombre de la libertad. Tenemos que darles la bienvenida, porque hacía siglos que algunos habíamos llegado a esa conclusión, y al mismo tiempo felicitarnos por habernos elevado a la categoría de lo políticamente correcto.
Ahora quizá sea más fácil que entiendan que haya gente que se sienta molesta cuando algunos en nombre de la libertad de expresión hacen escarnio de la religión. O que haya gente que sostenga que es abusar de las palabras llamar a todo matrimonio. O que haya familias que piensen que el Estado abusa de su poder cuando les impone un determinado modelo educativo y les deja sin libertad para elegir la educación de sus hijos. Antes algún atrevido hubiese catalogado esas acciones como parte del patriotismo social. Ahora, según la nueva terminología, pueden calificarse sin rubor como “vulneración de los límites constitucionales en el ejercicio legítimo de los derechos fundamentales”. Sólo cabe esperar que los organismos competentes sean tan diligentes en la denuncia de estas acciones como lo ha sido el CAC, ¿o no?
La historia nos recuerda que en la génesis del reconocimiento de los derechos humanos los países de la órbita capitalista, herederos del pensamiento liberal, tuvieron serias dificultades en aceptar los derechos económicos y sociales que tienen que ver con la igualdad entre los individuos. En cambio los países de la órbita socialista se opusieron con fuerza a los derechos civiles y políticos, que tienen que ver con la libertad: libertad de expresión, de participación, de creencias. La izquierda, desde su origen, ha tenido siempre bastantes dificultades en entender la libertad de las personas, entre otras cosas porque para el marxismo el individuo no tenía más valor que ser un elemento de un todo social. Sólo cuando con el paso del tiempo descubrieron que la revolución debía ser social y no económica se percataron de que la mejor forma de cambiar la sociedad era llevar al absurdo la libertad, convertirla en una libertad sin límites, o sea, el libertinaje. Eso es seguir entendiendo mal la libertad.
Parece que los muchachos después de ir de un extremo a otro van centrándose. Y es que la experiencia también ayuda. Porque, claro, es muy fácil apelar a la libertad para hacer lo que a uno le viene en gana, decir lo que a uno le apetece, meterse con el vecino, burlarse de los demás. Pero, ¡amigo!, cuando uno se convierte en sujeto pasivo de la libertad de los demás, y se meten con él, se burlan de él, dicen de él cosas que no le gustan, entonces uno acaba pensando que quizás sea mejor poner algunos límites a la libertad. Mira por donde hemos descubierto la Regla de Oro de la ética, que ha existido en todas las culturas desde tiempos inmemoriales, y que entre otras tiene esta formulación: “No hagas a los demás lo que no te gustaría que te hiciesen a ti”. ¡Qué bien va ponerse en los zapatos del otro! La libertad tiene su límite en la verdad. Pero no sólo en la verdad; también en la justicia, es decir, en el respeto y en el bien del otro.
Es cierto. Quienes creen en la libertad pueden llegar a abusar de ella. Los seres humanos no somos perfectos; todos tenemos nuestras debilidades y nuestros malos momentos. Pero quienes no entienden la libertad lo tienen muy difícil para usarla bien. La libertad es como el juego de las siete y media, del que decía Don Mendo que es un juego vil: “o te pasas o no llegas. Y el no llegar da dolor, pues indica que mal tasas y eres del otro deudor. Mas ¡ay de ti si te pasas! ¡Si te pasas es peor!”
(Publicado en ABC Cataluña, 4.1.2006)