09 enero, 2006

Libertad limitada

Tenemos que agradecer al Consell de l’Audiovisual de Catalunya que nos haya aclarado que los derechos y libertades de los individuos tienen ciertos límites. Antes si uno decía que había cosas que no se podían decir o que no se podían hacer era inmediatamente calificado de carca y retrógrado. Lo progre era estar a favor de una libertad sin límites. Ahora gracias al CAC se acaba de dar un marchamo de progresismo a la postura de que no todo puede hacerse en nombre de la libertad. Tenemos que darles la bienvenida, porque hacía siglos que algunos habíamos llegado a esa conclusión, y al mismo tiempo felicitarnos por habernos elevado a la categoría de lo políticamente correcto.
Ahora quizá sea más fácil que entiendan que haya gente que se sienta molesta cuando algunos en nombre de la libertad de expresión hacen escarnio de la religión. O que haya gente que sostenga que es abusar de las palabras llamar a todo matrimonio. O que haya familias que piensen que el Estado abusa de su poder cuando les impone un determinado modelo educativo y les deja sin libertad para elegir la educación de sus hijos. Antes algún atrevido hubiese catalogado esas acciones como parte del patriotismo social. Ahora, según la nueva terminología, pueden calificarse sin rubor como “vulneración de los límites constitucionales en el ejercicio legítimo de los derechos fundamentales”. Sólo cabe esperar que los organismos competentes sean tan diligentes en la denuncia de estas acciones como lo ha sido el CAC, ¿o no?
La historia nos recuerda que en la génesis del reconocimiento de los derechos humanos los países de la órbita capitalista, herederos del pensamiento liberal, tuvieron serias dificultades en aceptar los derechos económicos y sociales que tienen que ver con la igualdad entre los individuos. En cambio los países de la órbita socialista se opusieron con fuerza a los derechos civiles y políticos, que tienen que ver con la libertad: libertad de expresión, de participación, de creencias. La izquierda, desde su origen, ha tenido siempre bastantes dificultades en entender la libertad de las personas, entre otras cosas porque para el marxismo el individuo no tenía más valor que ser un elemento de un todo social. Sólo cuando con el paso del tiempo descubrieron que la revolución debía ser social y no económica se percataron de que la mejor forma de cambiar la sociedad era llevar al absurdo la libertad, convertirla en una libertad sin límites, o sea, el libertinaje. Eso es seguir entendiendo mal la libertad.
Parece que los muchachos después de ir de un extremo a otro van centrándose. Y es que la experiencia también ayuda. Porque, claro, es muy fácil apelar a la libertad para hacer lo que a uno le viene en gana, decir lo que a uno le apetece, meterse con el vecino, burlarse de los demás. Pero, ¡amigo!, cuando uno se convierte en sujeto pasivo de la libertad de los demás, y se meten con él, se burlan de él, dicen de él cosas que no le gustan, entonces uno acaba pensando que quizás sea mejor poner algunos límites a la libertad. Mira por donde hemos descubierto la Regla de Oro de la ética, que ha existido en todas las culturas desde tiempos inmemoriales, y que entre otras tiene esta formulación: “No hagas a los demás lo que no te gustaría que te hiciesen a ti”. ¡Qué bien va ponerse en los zapatos del otro! La libertad tiene su límite en la verdad. Pero no sólo en la verdad; también en la justicia, es decir, en el respeto y en el bien del otro.
Es cierto. Quienes creen en la libertad pueden llegar a abusar de ella. Los seres humanos no somos perfectos; todos tenemos nuestras debilidades y nuestros malos momentos. Pero quienes no entienden la libertad lo tienen muy difícil para usarla bien. La libertad es como el juego de las siete y media, del que decía Don Mendo que es un juego vil: “o te pasas o no llegas. Y el no llegar da dolor, pues indica que mal tasas y eres del otro deudor. Mas ¡ay de ti si te pasas! ¡Si te pasas es peor!”
(Publicado en ABC Cataluña, 4.1.2006)

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