24 agosto, 2006

El peligro de quedarnos pequeños

Estoy pasando unos días de vacaciones en la Sierra de Gredos, a medio camino de Madrid y Ávila. Salir fuera siempre va bien. Le permite a uno desenroscarse la barretina, descubrir que hay gente buena en todas partes, que las peculiaridades no son sólo las locales, oír opiniones distintas a las propias que tienen también su parte de razón.
Decía Newton que somos enanos a hombros de gigantes. El tiempo del que disponemos para conocer las cosas es escaso. Por nosotros mismos podemos llegar muy poco lejos. Pero tenemos la ventaja de que no empezamos de cero, sino que nos anteceden cientos de años y miles de congéneres que han pensado antes que nosotros.
Nos podemos quedar enanos cuando nos encerramos en nuestro mundo, cuando nuestro ámbito de interés se reduce a “los nuestros”. Nos olvidamos que “los nuestros” es la humanidad entera. Más allá de las fronteras que nos queramos marcar, hay gente cuyos problemas también nos tienen que interesar. No sólo por la visión egoísta de pensar que esos problemas tarde o temprano nos afectarán a nosotros, sino porque todo problema humano de algún modo es nuestro problema. Esto se llama solidaridad.
Hace unos años estaba en los Estados Unidos delante de mi ordenador leyendo el correo electrónico, cuando me llega un mensaje de la persona que tenía sentada a mi lado. ¿No le era más fácil decirme directamente lo que me quisiese decir, en vez de mandar un mensaje que dio la vuelta al mundo para acabar a dos palmos de donde había salido? Las tecnologías nos han hecho capaces de abarcar con más facilidad el mundo entero. Nos han puesto el mundo al alcance de la mano, pero no necesariamente nos han hecho más grandes. Nos pueden hacer más pequeños.
Me contaban hace unos días el caso de los Hikikomori. Son jóvenes japoneses que hacen la vida en su habitación. Allí comen, trabajan y se relacionan con el exterior a través de su ordenador o su teléfono móvil. Tienen miedo al mundo y no se quieren enfrentar a él. Se quedan encerrados en las cuatro paredes de su habitación. Esta es la dinámica: primero no salimos de nuestro pueblo, y acabamos por no querer salir ni de nuestra habitación. El estado de bienestar no necesariamente nos engrandece, también nos puede empequeñecer. Tenemos todas las necesidades al alcance de la mano, y eso nos empequeñece. Cuando todo es fácil, la menor dificultad nos apabulla.
Un profesor mío de la universidad decía que para hacer una buena carrera uno tenía que salir de casa, y pasar un poco de frío y un poco de hambre. Universidad significa visión universal, no sólo por los conocimientos adquiridos sino también por encontrarse con gente de todas partes. Hoy ninguna de las dos cosas se da necesariamente. Los estudios son cada vez más especializados, sabemos mucho de cosas cada vez más específicas. Eso también nos empequeñece. Pero es que además uno puede acabar estudiando al lado de casa. Nos volvemos más locales y más pequeños.
Unos años atrás un amigo me hacía notar que en Catalunya no había tradición de grandes empresas industriales y que lo nuestro era más bien el botiguer. Mentalidad de botiguer: preocuparse por el negoci para ir guardando unos ahorros para la vejez. Hoy ni siquiera impera la mentalidad del botiguer, sino la del funcionari de la Generalitat. Se prefiere la seguridad al riesgo, la sopa boba al no dormir. Nos hemos pasado demasiados años quejándonos de lo mal que nos tratan –¡a ver si ahora resultará que antes nos trataban bien! ¡Eso sí que sería revisar la historia!-, nos hemos acostumbrado a echar las culpas fuera, ha sido la excusa para no cuestionarnos si no nos habremos dormido en los laureles.
La mentalidad pequeña nos hace quejicas, nos lleva a encerrarnos en nosotros mismos, nos hace egoístas, nos vuelve comodones, faltos de espíritu crítico hacia lo propio e intolerantes hacia lo ajeno. ¡Hay tantas cosas importantes por hacer!¡Hay tantas cosas buenas por ahí fuera! No nos empequeñezcamos.
(Publicado en ABC Catalunya, 23 agosto 2006)

No hay comentarios: