22 julio, 2005

El déficit moral

Se nos dice a menudo que vivimos en un exceso de moralidad, que hay demasiados principios que dicen lo que está bien y lo que está mal. Se dice que este exceso ahoga a la sociedad y la vuelve intolerante. No se lo crean. Es todo lo contrario. El problema de una sociedad no es el exceso de principios morales sino la falta de ellos. No hay nada más intolerante que el relativismo.

Para empezar, la distinción no está entre tener principios o no tenerlos. Todos actuamos según unos principios, aunque para algunos el único principio que existe es que “no hay principios”, que “todo vale”. La distinción es entre aceptar que estos principios vienen dados y no dependen de nosotros –como no depende de nosotros la ley de la gravedad- o, por el contrario, pensar que los principios los decidimos o cambiamos a nuestro antojo, según cada momento y necesidad.

¿Por qué parece triunfar la postura de que los principios éticos los decide cada uno? Un profesor mío distinguía entre los “auténticos sinvergüenzas” y los “sinvergüenzas auténticos”. Lope de Vega fue un sinvergüenza auténtico: durante su vida pudo tener sus momentos de asueto, pero sabía reconocer cuando había hecho algo mal. Enrique VIII, para salirse con la suya, decidió cambiar todo el orden moral de su sociedad. Fue un auténtico sinvergüenza. El auténtico sinvergüenza cambia los principios morales para justificar su conducta; el sinvergüenza auténtico reconoce que a veces actúa en contra de algún principio moral, pero no se cree en el derecho de cambiarlo. Siempre es más fácil adaptar los principios morales a las propias debilidades que aceptar que uno ha hecho las cosas mal. Los auténticos sinvergüenzas hacen más ruido que los sinvergüenzas que, al menos, luchamos por ser auténticos.

Cuando se cree que hay unos principios morales que no dependen de uno, la convivencia social se convierte en una búsqueda conjunta de una verdad que nadie posee por completo. Como decía el poeta: “¿Tú verdad? No, la Verdad, y ven conmigo a buscarla. La tuya, guárdatela”. Cuando el único principio que se acepta es el “todo vale” al final unos acaban imponiendo su verdad sobre los demás. En un tono menos poético sería aquello de “¿Se puede saber por qué estamos discutiendo, cuando podríamos arreglarlo a tortas?”.

Esta es la alternativa: o se sigue la fuerza de la razón o se impone la razón de la fuerza. Si no hay razón que sustente los principios morales, la única forma de dilucidar qué principios seguimos es mediante el uso de la fuerza, de una forma explícita, autoritariamente, o de una forma más sibilina, el uso de las mayorías o la manipulación de la opinión pública. O se dialoga o se impone el propio criterio. Y ojo, que el talante no se demuestra con frases cursis y eslóganes vacíos, sino con los hechos.

En un interesante libro de una profesora de Harvard sobre la génesis de la Declaración de los derechos humanos de Naciones Unidas se recoge la opinión de una de los líderes estudiantiles de Tiananmen a favor de la Declaración. “Oiga –viene a decir-, la Declaración no les interesa a los poderosos sino a los débiles. Los poderosos no necesitan de ninguna declaración: tienen poder para hacer lo que quieran. La declaración nos interesa a los que no tenemos nada; lo único que tenemos es un trozo de papel donde se nos dice que hay unos principios que nos afectan a todos –ricos o pobres, fuertes o débiles, de derechas o de izquierdas- y que todos nos comprometemos a vivirlos. No nos quiten lo único que tenemos para protegernos, porque si no, nos dejan a merced del dictadorzuelo de turno”.

No. El problema no es el exceso de moralidad, sino la falta de ella. Porque sin principios morales, el que tiene el poder acaba diciendo: “ya que todo da igual, como yo mando, vamos a hacer lo que yo quiera”. Y eso sí que es intolerancia. ¡Mira que si el problema es que se han hecho con el poder los auténticos sinvergüenzas!

(Publicado en ABC Catalunya, 20 julio 2005)

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