01 septiembre, 2005

Historia de dos ciudades

Regreso de unos días de vacaciones en Nueva York. En el avión me ofrecen la prensa nacional. Me vuelvo a encontrar con los problemas locales: la degradación del casco histórico, la violencia en la calle, la suciedad de la ciudad... Surge inevitablemente la comparación.

Aquello de preferir uno correr el riesgo de que le asesinen en el metro de Nueva York que vivir en Moscú, que pronunciara hace unos años un conocido político del país, es ya historia. Hoy Nueva York es una ciudad segura, limpia, llena de turistas, recuperada del cataclismo del atentado de las Torres Gemelas, hará cuatro años dentro de unos días. El setenta por ciento de las entradas de los teatros de Broadway es adquirido por turistas que visitan la ciudad. Las calles, tiendas, museos están a rebosar. La ciudad está limpia. El metro es seguro. Uno puede incluso aventurarse a pasear por Harlem.. Los locales te ponen como ejemplo que Bill Clinton ha instalado su despacho en el barrio. Los taxis amarillos que conocemos por las películas existen en realidad, pero con una plantilla renovada al completo.

Aquí en Barcelona parece que llevamos una dinámica decadente imparable. Nos cuentan que el plan estratégico de la ciudad contempla aprovechar sus ventajas naturales, su clima, su posición geográfica, para atraer turismo, empresas de servicios y actividades económicas que giren en torno a la gestión del conocimiento, la creatividad, el diseño; convertirla en un centro de conexión del Mediterráneo. Todo esto está muy bien, pero difícilmente se conseguirá si no se cuidan estos aspectos básicos para mejorar la calidad de vida que todos estos objetivos requieren. Puro sentido común.

Me cuentan unos conocidos que en pleno mes de julio, después de un paseo nocturno por la zona del Port Olímpic, tuvieron que esperar más de tres horas para conseguir un taxi. El único aliciente de la espera fue el esperpéntico espectáculo de ver como un grupo de jovencitas británicas disfrazadas de conejitos del Playboy que habían venido a una despedida de soltera pasaba en esas tres horas de la euforia de la fiesta a la más ridícula de las descomposturas. Y uno, que nació en la Costa Brava, se acuerda de los desafortunados comentarios de la consellera Tura el pasado verano sobre el turismo de borrachera. No creo que el plan estratégico de la ciudad pase por convertirla en lugar de atracción de desmanes colectivos, ya sea a través de viajes organizados a bajo coste ya sea para grupos con fama de alto poder adquisitivo.

Tampoco creo que pase por la suciedad notoria de la ciudad, que no se reduce ni mucho menos a la Ciutat Vella. Si uno pasea por la zona alta tiene que ir esquivando los excrementos de perro, que denotan de forma más que evidente lo bien alimentados que están y la falta de conciencia cívica de sus propietarios. Ni que haya zonas de la ciudad donde la gente no se atreva a circular por la sensación de inseguridad o para evitar cruzarse con señoras que ofrecen públicamente sus servicios.

¿De qué sirve que la ciudad tenga unas buenas condiciones naturales, si después no se saben gestionar? Una conclusión que va tomando fuerza es que necesitamos un cambio en el gobierno de la ciudad, pero mientras éste llega hay que pedirle al tripartito local que tome medidas concretas, porque una ciudad no se gobierna con proyectos megalómanos ni con bandos libertarios, sino con decisiones eficientes en el día a día.

Después de la inevitable escala en Madrid, llegamos finalmente a Barcelona. Diez minutos de espera dentro del avión porque no han llegado las escalerillas. En la zona de recogida de maletas un señor encuentra en un carrito unos pañales usados. Media hora de cola para conseguir un taxi. El taxista se pasa la mitad del viaje hablando por el walkie-talkie con un compinche sobre no sé qué historias con la parienta. Y uno se consuela tarareando aquello de "I want to wake up in that city that never sleeps. New York, New York".

(Publicado en ABC Catalunya, 31 agosto 2005)

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