04 noviembre, 2005

¡Menudo circo!

Los animales actúan siempre como reacción a un estímulo externo; en cambio, los seres humanos tenemos la capacidad de tomar la iniciativa. Los animales sienten hambre, matan y comen; nosotros sentimos hambre, pero podemos abstenernos de comer o, por el contrario, podemos comer aunque no tengamos hambre. Los animales ven fuego y huyen; nosotros hacemos fuego y sabemos apagarlo. Esto es así porque somos capaces de poner distancia con las cosas que nos rodean, lo cual significa que en vez de reaccionar instintivamente nos tomamos un tiempo para analizarlas, comprenderlas, explicar por qué suceden y actuar desde las causas de los problemas.
También es verdad que a veces somos más animales que racionales y, como ellos, nos contentamos con reaccionar ante las circunstancias, vamos capeando el temporal, saliendo como podemos, regateando en corto y poniendo parches, sin tomarnos las cosas en serio, sin ir a la raíz de los problemas y poner un poco de racionalidad en nuestras acciones.
Tengo la sensación de asistir últimamente a muchos episodios de parcheo. Prometo que aprobaré el Estatut tal como me llegue y, como llega como llega, me toca inventarme ocho modos distintos de decir lo mismo sin decir lo mismo, o tengo que llamar a unos amiguetes para que redacten un informe que justifique que no puedo cumplir lo que prometí. Quiero cambiar a medio gobierno, pero como los socios se me enfadan monto unas comisiones para no tenerles que ver y que trabajen ellos. Me pillan con un pariente franquista y me invento una demostración patriótica –por cierto, como las que se hacían en el Bernabeu hace unos cuantos años- para que quede claro que a nacionalista no me gana nadie.
Con este modo de actuar estamos convirtiendo el arte de gobernar, que en la Grecia clásica era considerado el saber más noble, en un despropósito continuo. Cuando no hay principios de actuación definidos ni existe el compromiso de cumplirlos, la acción humana se convierte en un sucederse de actuaciones oportunistas. Quien tiene responsabilidad de gobierno no sólo es responsable de los efectos de sus acciones, sino también de los principios que las animan. Cuando estos principios justifican el “todo vale”, el gobernante en vez de encarnar la imagen del capitán de navío que lleva a su embarcación a buen puerto se asemeja más al malabarista de circo que tiene unos cuantos platos dando vueltas en el aire y corre de un lado a otro para que no se le caiga ninguno.
Hace unos días leía unas palabras de un ideólogo estalinista: “Por amor al partido, uno debe estar dispuesto a cambiar de opinión en veinticuatro horas y sostener con la misma convicción que lo que es blanco es negro”. Claramente los extremos se tocan. El relativismo y el radicalismo ideológico coinciden en su desprecio por la realidad: los unos, porque el único criterio que les queda es el pragmatismo malo de reducir la verdad de las cosas a sus efectos; los otros, porque todo lo explican en función de la estrategia para llegar al objetivo último. Ni unos ni otros tienen principios, y sin principios todos los medios quedan justificados. La política se disuelve en retórica: el arte de justificar cualquier cosa y su contrario. Y si encima tienes suerte y sale niña, pues miel sobre hojuelas.
La lógica del oportunismo lleva a una espiral sin fin, del estilo “y tú más” o “pues yo también”, más propia de patio de colegio que de una tribuna pública. ¿Que sacas una pancarta? Pues yo me pongo una camiseta. ¿Que me boicoteas? Pues yo también. ¿Que pones una bandera? Pues yo más grande. No se extrañen los gobernantes que entre la ciudadanía cunda la desorientación y el desencanto, porque para ver circo, voy al circo, pero no pongo el telediario.
Y mira que los temas a debatir son importantes e intelectualmente desafiantes. Es una pena que nos priven de ese debate y en cambio lo solucionen a base de broncas, amenazas y desplantes. No sé a ustedes, pero a mí me dan unas ganas de decirles: “¿Se puede saber qué estáis haciendo?”.
Publicado en ABC Catalunya, 2 de noviembre de 2005

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