Decir que no cuesta. Corres el peligro de que la gente no te entienda y se enfade. Vende poco. Los mensajes en positivo son siempre más atractivos. Es más fácil decir a todo que sí. Contentar a todos. Darle a todo el mundo lo que pida. Es más fácil, pero no necesariamente es lo más conveniente.
Un principio básico de la acción humana dice que cualquier cosa que hacemos es porque vemos en ella algo bueno. Lo que ocurre es que no todos tenemos la misma percepción de lo que es bueno. Cuando alguien estrella un avión contra un edificio, acuchilla a su pareja o comete una extorsión lo hace, aunque a primera vista nos resulte difícil entenderlo, porque ve algo bueno en ello.
No podemos quedarnos en un simple análisis de las consecuencias para analizar la calidad ética de una acción. Primero, porque hay más efectos aparte de los que a uno le interesa ver. Claro que aprovecharme del cargo público para enriquecerme tiene efectos buenos, pero también hay efectos malos. Claro que si me zarandean en una manifestación puedo utilizar mi poder para pedir detenciones, y las habrá, pero habrá también efectos malos.
Hay que mirar todas las consecuencias. Pero hay que ir un paso más lejos, y entender que hay acciones que nunca pueden hacerse, a pesar de que haciéndolas puedan seguirse algunos efectos buenos. Y eso es así, porque los seres humanos tenemos una forma de ser, una naturaleza, que no acepta que se le haga cualquier cosa. Tampoco es que en eso seamos muy originales. Cuando las máquinas no se utilizan como se debe, se estropean; cuando el medio ambiente no se respeta, se estropea. ¿No va a estropearse el ser humano cuando lo tratamos como no debemos? No tenemos que fijarnos sólo en las consecuencias de lo que hacemos, sino también en los principios de cómo somos.
Ya sé que otorgarles a los monos los mismos derechos que a los seres humanos puede tener efectos positivos para ellos (¡que no se fíen!), pero antes hay que tener en cuenta la radical diferencia de la especie humana, que no permite que, por más animales que a veces seamos, se nos equipare con otros seres vivos. Ya sé que destrozar a un embrión puede aportar avances para la ciencia (hay alternativas igualmente efectivas y menos agresivas), pero antes hay que respetar la vida humana. Ya sé que morirse puede significar dejar de sufrir, pero una cosa es que uno se muera y otra que a uno le maten. Y no vale buscar eufemismos para acallar las conciencias. No se trata de “morir dignamente” sino de “proporcionar una vida digna”, aun en las condiciones más dolorosas.
¿Hay muchas de esas acciones a las que hay que decir siempre no? No, no son muchas. Si hay un tipo de acciones donde el no es claro es en todas aquellas que tengan que ver con el respeto a la vida humana. Es uno de los bienes fundamentales del ser humano, y como tal debe respetarse, por principio, sin que algunos efectos buenos nos hagan perder la visión global de lo que está en juego.
Decir que no cuesta. Lo saben bien quienes son padres y tienen que decir a veces que no. Pero saben también que ese “no” es tremendamente positivo. Se trata de proteger algo que es valioso. Cuando el “no” se utiliza para controlar cuestiones opinables se cae en el abuso de poder. Cuando se trata de proteger bienes fundamentales (la vida, la libertad, la verdad, la justicia), hay que decir un no claro y fuerte.
La ética, como cualquier ciencia, tiene sus axiomas, que no pueden demostrarse, sino tan sólo mostrarse. El axioma principal de la ética es “haz el bien, y evita el mal”. Hay acciones que nunca pueden ser buenas, aunque puedan tener algún efecto bueno. Discernir cuáles son esas acciones es cuestión de sentido común. Decía Aristóteles que cuando uno maltrata a su madre no necesita argumentos, sino un buen azote. Una sociedad que no sepa discernir cuáles son esas acciones está perdiendo el sentido común. Aunque la mona se vista de seda, mona se queda.
(Publicado en ABC Catalunya, 10 mayo 2006)
12 mayo, 2006
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