03 mayo, 2007

El mundo de Sofía

Tiene castañas que a todo un futuro rey le pregunten en público que si piensa tener más hijos. Y más castañas tiene que aguante el tipo y responda con una serie de consideraciones médico-psicológicas en vez de decirles que se ocupen de sus asuntos.
“Pero, ¿qué problema hay?”, se preguntará alguno. “Tienen derecho a preguntarle lo que quieran. Si no quiere contestar, que no conteste”. Pues ese es el problema, que llamamos derecho a cualquier cosa.
Antes existía un ámbito de intimidad, en el que las personas protegían aquello que más valoraban. El hogar protegía la intimidad de la vida familiar; el vestido protegía la intimidad del propio cuerpo; el derecho protegía la intimidad de la conciencia. Lo íntimo era lo sagrado. Se dejaba entrar en la intimidad sólo a quien se quería. Nada era más degradante que violentar la entrada en esa intimidad.
Hoy hemos perdido el sentido de lo privado. Lo privado no interesa si no se hace público: triunfa el cotilleo, la salsa rosa y el gran hermano. Lo público es ensalzado y salvaguardado: hay que salir del armario para dar marchamo público a la conducta privada. Por el contrario, lo que no interesa se reduce a lo privado, y se expulsa a Dios de la vida pública.
En la intimidad uno se manifiesta como es, no tiene que disimular; allí se encuentra uno con el núcleo original de su verdadero ser. Lo público es, en cambio, el ámbito del mostrarse, del aparentar. Todo es opinable y discutible; todo vale, porque todo es pasajero. Cuando lo privado pierde relevancia, deja de interesar la verdad. Cuando sólo importa lo público, todo se reduce a opinión: todo el mundo puede opinar de lo que sea, y no hay más referente que la opinión. Yo tengo derecho a preguntar; tú no tienes más remedio que responder.
¡A menudo mundo has venido, Sofía! Todavía no te hemos visto la cara, y ya eres un personaje público. Todavía no has renunciado a Satanás y a sus pompas, y ya te han hecho renunciar a tu vida privada. Todavía no has tomado tu primer alimento, y ya le preguntan a tu padre si tendrás más hermanitos.
La diosa de la sabiduría era representada en el mundo antiguo en forma de lechuza. Así como la lechuza gusta de estar en lugares oscuros, también el sabio (y la sabia, añadirían algunos que no lo son) necesita de un quieto reposo para filosofar. La lechuza de Minerva levanta el vuelo al anochecer.
El nuestro es un mundo con demasiado ruido para amar la sabiduría, demasiado interés por lo inmediato, por las apariencias. Has venido a un mundo, Sofía, donde hay muchos sofistas y muchos preguntones, pero pocos sabios. Donde todo el mundo se cree con derecho a opinar, pero donde la sabiduría queda relegada a dar nombre a reinas.
(Publicado en ABC Catalunya, 2 mayo 2007)

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